jueves, 30 de noviembre de 2017

Ida al médico general de Cemedina. Tiempo que no iba al médico arguyendo un ingenuo e hipotético bienestar mezclado con una reticencia a la indagación invasiva. La enfermera del pasillo me preguntó hace cuanto tiempo no había venido. Le dije que desde chico, tratando de evocar aquella época en la que la ida al médico iba en el fondo impulsada por el cuidado irrestricto de los grandes. Ahora ya viejo su ausencia me pasa la cuenta. Y la tincada deviene categórica ya no por una cosa ética sino que orgánica, corporal. Con el bono en mi poder, se sentía cierta expectación por el resultado de la visita e incluso cierto miedo por ver cumplida la paranoia de una vida licenciosa. Mientras cavilaba sobre ese punto, el rostro impasible de los otros pacientes dejaba entrever que la espera por el médico era lo más similar a una suerte de purgatorio. Se medita sobre la espera con toda la fe o con ninguna, en que el resultado de la visita determine si mañana o pasado podrás vivir para contarla. El ánimo de las enfermeras era tal vez lo único desenvuelto del lugar, dándose el tiempo hasta de echar la talla, contestar el teléfono y conversar con el médico dentro de la sala de atención. Era la jovialidad de los que han hecho de la convalecencia ajena su rutina. Su estilo o su negocio. El de los médicos era simplemente invitarnos a restablecer el equilibrio con un apretón de manos y unas cuantas maniobras siempre ilegibles para el paciente. Una vez fuera de la visita, y luego de una asistencia expedita, casi automática, el médico recomendaba exámenes de sangre, perfil bioquímico y lipídico. Su pronóstico no era del todo alentador. Alegaba de mi parte dejación (debido también a la ausencia señalada) y esperaba que con los exámenes pudiese ofrecer el veredicto definitivo, seguramente el veredicto que determinará si será posible pasar de este impasse clínico sin temer algo peor. Él sabía que esas palabras, las típicas palabras del médico antes de cerrar la puerta, no eran necesariamente un protocolo científico ni alguna clase de sugestión, eran solo el diagnóstico objetivo que después el propio paciente interpreta como condena o placebo. Aquellas palabras podían tener toda la rigurosidad de la ciencia pero también podían invocar el cielo o el mismísimo infierno, o en su defecto, el purgatorio, la vuelta a los pasillos infinitos de la espera, de la convalecencia. Todo sea por la salud, todo sea por el latente concepto de la vida, o, en su defecto, de la muerte.
Informa un compadre de la casa, en el grupo de whatsapp, que hizo el arbolito de pascua de puro aburrido. Al llegar, oscuridad total. Lo único que la iluminaba era justamente un arbolito pequeño puesto al lado del router, sonando con pila gastada una melodía intermitente, pero con luces perfectamente sincronizadas, como si fuesen parte de una misma señal, la señal del vacío interior pero también la señal de la tradición, tan vieja y automática como el sistema eléctrico del departamento.