sábado, 9 de marzo de 2024

Dragon Ball y el legado de un mangaka legendario.

Me enteré tarde de la partida de Akira Toriyama, una semana después, el 8 de marzo, en ocasión de que había muerto el 1. A todos les pasó lo mismo: nadie se había dado por enterado hasta ese fatídico día. Había partido la mente creadora detrás de la serie que configuró gran parte del imaginario de nuestra infancia: Dragon Ball. Me trasladé de inmediato a 1998, una época en la que la animación japonesa estaba en su pleno apogeo en territorio latino. Nosotros, la generación de treinteañeros, fuimos los privilegiados que, durante aquellos entonces, tuvimos la fortuna de ver la serie doblada al español mexicano en televisión abierta, por eso es inevitable asociar la voz y el carácter de los personajes principales al dotado por aquellos míticos traductores, tales como Mario Castañeda o René García.

Durante aquellas tardes infinitas de los noventa, recuerdo haber corrido del colegio a la casa para no perderme, por ejemplo, la lucha de los “cinco minutos” en Namekusei. En ese momento, daban Dragon Ball en el Mega. Con un amigo ex compañero de la Universidad también recordamos que la serie se transmitía después de Zoolo Tv, animado por el “Kiwi”. El amigo dijo que aparecían unos cabros chicos vestidos de Gokú en Super Saiyajin cantando la clásico intro de Dragon Ball Z en japonés. En cierta manera, afirmó, Dragon Ball nos “televisó”, y, a su vez, la televisión abierta había sido “revolucionada” por un mangaka. Incluso más allá: Dragon Ball inició en el anime a cierta audiencia latina a un nivel de fenómeno de masas, y de paso, nos inició a nosotros, hijos de la Generación X.

Si bien hubo otras series que lograron cierto éxito en nuestras tierras, tales como Mazinger Z, el Vengador, Robotech, etc. fue Dragon Ball la que sentó un precedente en el shonen (género de combate) con un guion sencillo, siguiendo la estructura del viaje de héroe a lo Campbell, aunque con un destacado diseño y desarrollo de luchas y un despliegue de personajes carismáticos y memorables. La influencia fue tal que la cultura del arte marcial se volvió el nuevo pop en la mente de los niños de ese entonces. Yo mismo me vi en un momento tratando de lanzarle un Kame Hame Ha al cabro matón del curso, o tratando de hacer un Kaio Ken cada vez que me sentía triste. El aporte al psiquismo de nuestra tierna generación fue inconmensurable, a tal punto que nos tiene, ya muy entrados los treinta, disfrutando como a los trece los nuevos arcos argumentales de la serie, a cargo de la Toei Animation.

La serie la veíamos en los canales nacionales, después salieron otros productos al mercado. Si bien nunca me motivé jugando algún videojuego de la franquicia, comencé a coleccionar los álbumes de Salo. Más tarde salieron revistas de animé en donde se hablaba de algunas novedades, tales como la nueva temporada posterior a la saga Z (se refería a Dragon Ball GT), así como otras cosas relacionadas con el diseño creativo de Toriyama, quien además era responsable de la creación de personajes de Dragon Quest y Chrono Trigger, clásicos juegos de RPG. El primero, de hecho, tuvo luego una adaptación al animé llamada “Las aventuras de Fly”, transmitida por CHV allá por el año 2000, la cual no tuvo popularidad pero sí logró enganchar a los amantes de la animación japonesa de ese entonces, con sus reminiscencias a la propia obra de Toriyama, en clave de espadas y caballeros.

Algunos de los primeros VHS de animación que vi fueron justamente los de algunas películas de Dragon Ball y Dragon Ball Z. En ese tiempo mi padre era socio en el Videoclub Magia de Valparaíso y le pedía que arrendara algunas películas de la serie. Puedo decir que gracias a eso, pude ver algunas películas antes de su aparición en la televisión. Estas eran El poder invencible y El hombre más fuerte del mundo. Más tarde, arrendé incluso algunos capítulos de la nueva saga mientras seguía viendo las repeticiones de la serie que ya había terminado. 

Efectivamente, como lo había dicho el amigo, Toriyama nos había “televisado” y había “animado” nuestro nicho de imaginación, repleto, a su vez, de los universos de Nintendo y de Sega. Sin exagerar, concordamos con el amigo en que Toriyama es fundacional, ya que había logrado lo que ni siquiera Miyazaki en el cine: que cientos o miles de jóvenes amáramos ver la televisión, a tal punto que, ya caído el imperio de Dragon Ball en las pantallas y, por extensión, el del anime por nuestras latitudes, nunca la sección animada volvió a ser la misma, porque ninguna otra animación occidental consiguió ocupar el lugar que Dragon Ball ocupaba en nuestra mente y nuestros corazones.

Los nacidos en los ochenta tuvimos la oportunidad de disfrutar de una infancia todavía analógica, en donde los estrenos animados en la televisión eran concebidos como una gran primicia. Una era sin internet y sin redes sociales. Esta es una de las causas que explica el por qué de nuestro fanatismo por la serie: hay un componente generacional, unido a un espíritu análogico, previa transición al mundo de lo digital, en donde ya no existe esa mística de la espera por el episodio nuevo, es cosa de googlearlo o piratearlo. Dragon Ball nos hablaba de un tiempo que estaba a punto de morir y transformarse. Por eso las series sucesoras del género shonen, excluyendo a algunas como Naruto o One Piece, (muy posteriores a los años 2000) son hijas del reino digital, porque sus estrenos no alcanzaron a ser televisados, ganando en alcance e inmediatez, pero perdiendo en misticismo y emoción.

Hay veces en que todavía veo cosas relacionadas con Dragon Ball, sobre todo los nuevos arcos solo disponibles en manga, la ampliación de los poderes hasta el infinito, que llega a ser redundante si no fuera porque la serie nos marcó de manera categórica. Incluso al día de hoy vuelvo sobre la serie Dragon Quest, luego de su remake del año 2020. Toriyama fue a presentarse con Enma Daiosama para conocer su destino, pero su amplio legado a la cultura del manga y el animé continúa aquí en la Tierra.

No podemos reconocernos como luchadores extraterrestres venidos de un planeta lejano, aunque sentimos, a ratos, en nuestras venas, algo de sangre guerrera. Hemos dejado de creer en nuestros líderes políticos, pero le confiamos a Gokú el destino de la humanidad. Nos cuesta levantarnos por la mañana para hacer rodar la rueda burocrática del trabajo, pero aún guardamos en nuestro interior la esperanza de una transformación rimbombante, que nos aumente de golpe la fuerza, la resistencia y el coraje.

No fuimos ángeles, como decía aquel clásico ending, pero sí nos sentimos heroicos al momento de gritar de rabia o de desesperación. Queríamos romper barrera porque el enemigo siempre era peor que el anterior, siempre era invencible y exigía de nosotros un cambio de esquema. No pudimos entender la serie en su sentido más profundo hasta muy viejos, cuando comprendimos que el campo de batalla no era otro que el de nuestra mente, tratando de conjugar los instintos con nuestra necesidad de lo divino. Como dijo el amigo Pablo Rumel en su texto sobre Akira Toriyama, “el Cervantes japonés”: Dragon Ball es un mundo sagrado.

Dragon Ball sobrevivió a los censores, cual saiyajin defendiendo su orgullo. Nunca se dejó amedrentar por las absurdas acusaciones de satanismo y de machismo en su contra. Sus enemigos, el fundamentalismo religioso y el progresismo posmoderno, no pudieron derribar en su combate ideológico a una obra hecha de pura magia creativa y ki elevado. Las grandes obras de la imaginación trascienden los dogmatismos de la sociedad.

El dragón que surcó el universo 7 también se llevó al sensei Akira Toriyama en busca de un plano más sutil, y lo hizo justamente durante “el año del dragón”, un final simbólico equivalente a aquel recordado final de GT, que no era canon pero que, de todas formas, quedó impreso en nuestra retina. Miremos todos volar al maestro montado arriba de un dragón, con una promesa mesiánica. Ya no podremos sentir su ki, pero sí podremos verlo atravesar el cielo, “que resplandece a su alrededor”.