martes, 18 de abril de 2023

El éxito rotundo de la película de Super Mario, sin wokismo y fiel a su historia original, solo indica que el gran público está "chato" de tanta tontería. Solo esperemos que ese mismo espíritu a la contra se manifieste de manera contundente en todos los ámbitos de la cultura, ¡sobre todo en la literatura! Cada quien, en calidad de escritor, desde su trinchera, puede aportar a la causa y sanear el imaginario. 

A cincuenta años de la partida de José Gorostiza: Muerte sin fin

A cincuenta años de la partida de un gran poeta mexicano: José Gorostiza, el poeta de la Muerte sin fin, poema formidable y tempestuoso sobre la condición humana llevado a las extremas posibilidades de la palabra. Recuerdo que cuando participé en el Taller de poesía de La Sebastiana, año 2008, los profes de ese entonces, Sergio Muñoz e Ismael Gavilán, nos hicieron leer Muerte sin fin. Fue, sin duda, un golpe a la cátedra. Una compañera y amiga de esa época, Natalia Rojas, hasta pensó en un poemario solo en base al sugerente "ahíto" del hablante lírico, saciado, completo de sí, pero, a la vez, harto, la ambivalencia del ser expresado en la existencia, vibrante y conmocionado. Gorostiza había dicho que el hombre “necesita de la poesía, que sople sobre su vida y la embellezca: que la salve de los tremendos infortunios que la amenazan y la haga digna de ser llevada con orgullo sobre los hombros”. Pero, al mismo tiempo, declaraba que “el poeta no puede aplicar todo el rigor del pensamiento al análisis de la poesía. Se limita a conocer y amarla. Sabe dónde está y dónde no." En ese cómo limitarse, en ese cómo conocer, en ese saber dónde, en ese amar cuándo, se resuelve, en suma, el oficio poético.

PD: Para que vean que aún me acuerdo de mis "viejos maestros", los cito con orgullo jeje

MUERTE SIN FIN
(extracto)


¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de sustancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
-¡oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo...