martes, 16 de junio de 2020

Steven Pinker dijo en su libro En defensa de la Ilustración que es propio de la naturaleza misma del progreso borrar sus huellas, y sus máximos apologetas muchas veces se obsesionan con las injusticias que perduran a lo largo del tiempo y parecen olvidar lo lejos que se ha llegado hasta ese momento. ¿Por qué los progresistas odian el progreso? Se preguntaba Pinker, y para esto principalmente habría dos razones: primero, nuestras intuiciones sobre si las tendencias que nos favorecen han aumentado o han disminuido están influidas por aquellas cosas que podemos recordar con mayor facilidad; y segundo, seríamos mucho más sensibles a los estímulos negativos que a los positivos, y todo esto nos inclinaría a confundir eventos particularmente conflictivos con una predisposición sistemática hacia un conflicto generalizado. Predice siempre lo peor y serás siempre llamado profeta. Es así que quizá, en la época históricamente menos racista de los Estados Unidos, a comparación de lo que fue en retrospectiva, ahora mismo, para algunos, Gringolandia representaría más que nunca la cumbre del supremacismo blanco y la discriminación racial, el imperio del mal encarnado que, dada sus condiciones inmanentes de poderío, sometería a las minorías solo por la simple razón de existir bajo su implacable yugo. Sobre esto, para el progresismo actual, no habría medias tintas. Y lo cierto es que, hoy en día, se ha levantado toda una agenda política y un movimiento activista que se dedica abiertamente a parasitar de estos conflictos sociales, buscando con lupa al próximo chivo expiatorio, no importa quién, mientras se acomode a su discurso, encumbrándose como guerreros de la justicia social, adalides de un purismo y un buenismo a prueba de prejuicios, que no dudarán ni un segundo en emplear incluso prácticas de dudosa moralidad con tal de reforzar sus relatos, tales como enfatizar algunas estadísticas en desmedro de otras, y aplicando juegos de suma cero en el que señalan al grupo supuestamente más privilegiado como responsable directo de la suerte de aquellos menos privilegiados, en virtud de una lógica interseccional que, paradójicamente, simplifica todo en términos binarios de opresores y oprimidos, propiciando todavía más las divisiones previamente establecidas, bajo una lectura acomodaticia de la realidad. Ya no se trata de jugar al racismo inverso ni a la discriminación positiva, ni tampoco de apelar a un maximalismo ideológico justificado con el pretexto de nivelar la balanza hacia un lado para compensar un desequilibrio de siglos. Aquí no se trata de hacer pagar a justos por pecadores, se trata de plantear, siquiera imaginar, un escenario tal que haga posible que las diferencias humanas, absolutamente diversas, no constituyan motivo alguno de censura ni defenestración, sino que de una sana dialéctica y, por qué no, de un sano disenso en el contexto de un Estado de derecho y de una democracia auténtica. En definitiva, todas las vidas deberían importar.