martes, 26 de diciembre de 2017

En las noticias sobre cabros puntajes nacionales destaca uno que cuestiona el sistema PSU: “No sé de qué me servirá en el futuro ser puntaje nacional”, confiesa José Tomás Mijac Pasini, estudiante de Punta Arenas, luego de haber obtenido 850 puntos en la prueba de Historia. No dice nada que el grueso de la población estudiantil no haya pensado antes, pero sucede que su declaración resulta totalmente mediática al tratarse precisamente de un ganador, el gesto cínico del ganador que se sube al podio para arrojar su anatema contra el mismo esquema que le permitió su absurdo y contraproducente minuto de fama. Sus dichos, además de revelar la inutilidad del premio, manifiestan que ser puntaje nacional no garantiza su éxito en la U, menos su futuro. Se trata del escepticismo propio de quien dominó las reglas para luego criticarlas. Pero su postura es testigo de la envidia que todavía muchos otros expresan en su fijación psíquica hacia la competitividad. Cuántos otros quisieran estar en su lugar, pero para luego mirar hacia atrás, mandar al diablo el pasado y hacerse parte de la máquina con el total consentimiento del aval del Estado, o, en su defecto, del aparato crediticio. Cuántos otros, además, quisieran hacer lo mismo que el cabro puntaje nacional: criticar sobre el carro de victoria, como una forma de auto boicot o bien como una manera de probar, con esa duda prematura, que no hay todavía gloria ni mérito suficiente que alcance a resolver por completo la incertidumbre de la posibilidad, siempre abierta a la comedia o bien a la tragedia, por no decir a la vida o a la muerte. Que sirva de consuelo para la inmensa pléyade de segundones y perdedores del sistema: ser puntaje nacional no garantiza nada, pero, no serlo, tampoco.