Fui a
la Sala Rubén Darío, a propósito de una exposición fotográfica, en
verdad sin otra expectativa que comer, flirtear y beber gratis,
soportando el relamido discurso patrimonial. En ese acto de desatino uno
entrevé la maravilla poética del despropósito, un tubo de escape para
la mecánica rutina. Sin embargo, a mi alrededor, las fotografías
dispuestas de tal forma parecían testigos de la neurosis
de un voyerismo deshonesto (como el del "ojo cultural")... un paseo y
vistazo a la luz de negocios subterráneos y gestos en vitrina.
Me sumo a tal show clandestino como invitado fantasma... (única forma de
ser invitado aquí) y casi de inmediato un hombre viejo me interpela a
propósito de la foto de una tumba. Me pregunta ¿cuál es? reiteradas
veces, y yo le digo casi de forma automática: el cementerio de playa
ancha; el viejo dice: pero ¿cuál? Era la tumba de Emile Dubois, el
"santo ladrón" del puerto que le robaba a los ricos en beneficio de los
pobres, según la leyenda. Fue entonces que busqué apropiarme de la sacra
excentricidad del lugar. Ante la prerrogativa del viejo, le repliqué:
¿vas al cementerio? ... me dijo, en tono de broma: todos... no, es
decir, iré ahora, a pedir un deseo.... y termina: tú también pide un
deseo... y se marcha. La última réplica me hace maquinar el carácter
iniciático de tal punctum fotográfico: ignorar el vistazo programado e
interesado de la exposición, para ser arrastrado por la foto de la tumba
del santo ladrón y que un viejo te sugiera ir a pedirle un deseo. El
deseo se volvió entonces una especie de cleptómano de imagenes paganas,
puesto que mi voluntad de ahí en adelante adquirió espontaneidad jovial,
fueron actos de una especie de "parásito sagrado" (como definía
Houellebecq al poeta) que entendía la verdadera reverencia en el acto de
sabotear lo cotidiano, como cuando la chica, la única a la que eché el
ojo, la que sacaba fotografías, solitaria, a las personas y a las
fotografías pasivas (en vitrina) se acercó también a la foto de la tumba
del santo ladrón. Entonces, merodeé distante, como colándome entre los
"mercenarios" de la cultura fotográfica, para luego volver con un vaso
de vino, promoviendo el aire desinteresado pero jovial de todo invitado
fantasma.
Una vez acaba de observar la foto de Emile Dubois,
nuestra "meta fotógrafa" mira atentamente como queriendo pedir un deseo
a través de la mirada, como queriendo trascender la magia del aparato
que petrifica el tiempo, y en ese instante de contemplación acudo y le
pregunto qué deseo pediría al santo ladrón, ella con un no sé previsible
pero con una memorable digresión agrega que desearía que desapareciesen
los verdaderos ladrones de la cultura... ante tal réplica asiento
levemente y añado que me gustaría que desapareciesen los ladrones
históricos del puerto, de ese modo ella sonríe, y me hubiese gustado que
hablara de sus fotos si no fuera porque ella se despide en un estrechón
de manos, con una cortesía tibia pero formal, casi de salón. Es así
como me veo de regreso en el evento con esa orgía de miradas, tan
próximas pero tan mecánicas... y de manera intempestiva, digo que uno
puede llegar a invocar esa secular animita de deseos en su interior, y
volverse esa reencarnación del santo ladrón que roba las imágenes del
culto snob para transformarlas en destellos de la belleza cotidiana, en
una tarea de iconoclasia y de romanticismo, a no ser porque la
fotografía siempre acaba siendo, como la mujer, un erotismo que busca
siempre fugarse a lo real (lo único auténticamente real: el
despropósito, la ausencia). "Ella ha muerto, y ella va a morir"
parafraseando a Barthes, en su cámara lúcida; la chica que fotografió
las imagenes pero que no se dejó fotografiar, rehuyendo la inmortalidad
de la luz fotográfica tanto como la del gesto de cortejo, prueba
entonces, en ese encuentro simpático y fugaz, que la belleza no puede
ser robada por quienes solo buscan desacralizar la realidad, sino por
quienes la multiplican en una fuga de luces y de sombras desconocidas
entre sí y que por eso son capaces de desearlo todo.
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