sábado, 6 de febrero de 2016

En sueños alcanzo a recordar una cuestión del jueves por la madrugada. Resulta que se trataba de un destello onírico, el destello de una chica que aparecía y no lograba verla bien, ni menos distinguir quien era, la sentía como una mezcla de varias conocidas, por eso era una sensación media de espanto y de alegría. Me decía algo. Lo único que alcancé a deletrear era que me repetía: "El orgullo. Trágate el orgullo". Luego en mi cabeza aprendía una especie de fábula: que debía obedecerla para no quedar solo. Me lo repetía a mi mismo para que siguiera el sueño. No tanto para hacerla realidad. Despierto algo agitado, demasiado involucrado, demasiado crucificado a aquella imagen. Belleza, confusión y autoayuda en una sola mujer. Cuando recuerdo una de sus apariencias más vivas era la de Audrey Hepburn. Las otras que en mi cabeza circulaban quedaban opacadas. Con esa imagen la confusión del sueño se mitigaba. Adquiría una extraña pureza. Una pureza cinematográfica. Algo como inviolable, inmaculado. Será la falta de sueño. O la falta de afecto. El hecho es que soñé que Audrey Hepburn, confundida entre las mujeres de mi vida, ausentes, me decía trágate el orgullo, y me despertaba sobresaltado pero dulcemente satisfecho. Recuerdo ese episodio y luego leo que una de sus frases decía que no había imposibles. Que la palabra "im-posible" tenía contenida en si misma su posiblidad, si se le leía en inglés. Lástima no haberle contestado, y no haber tenido una cámara, dentro del sueño. Despertar, en ese momento, era lo más parecido a despedirse.

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