Ejercicio narrativo para Escritura Creativa, basado en hechos de no ficción.
Fui al café Samoiedo de Viña del Mar. Quedé de juntarme con una chica que venía de España y con la cual mantuve, hace muchos años, una especie de romance por internet. Me sentí ansioso, pero no podía esperar a conocerla, después de tanto tiempo. Así que me acerqué a un mozo que había por allí. Le pregunté si podía atenderme afuera, en la terraza de Avenida Valparaíso. Me dijo que ningún problema, que ya iba para allá. Entonces fui a sentarme a una mesa cercana a la acera, la más próxima, con tal de divisar a la chica en medio de tanta gente que por allí circulaba.
Al llegar el mozo, le pedí un café americano con taza grande. Traté de recordar, mientras tanto, porque ella me citó en este lugar. Pronto me acordé que había estado un tiempo en un programa de intercambio en la sede Sausalito de la Católica de Valparaíso. Traducción e interpretación. A ella le gustaba tomarse un café en el centro de Viña, un café tan típico de la ciudad. Le recordaba a su madre, que tenía una pequeña cafetería en Madrid.
Cuando llegó el café, lo probé al instante. De una intensidad exquisita. Mientras tanto, seguí esperando a la chica. Algo que me llamó la atención poderosamente era que la terraza estuviera tan vacía a esta hora, cuando en otras ocasiones pasaba repleta, sobre todo para la “hora de once”, después de la jornada laboral. Pese a todo, el local seguía funcionando y las pocas personas que pasaban por ahí, siempre reservaban una que otra mesa.
Pasaron veinte minutos. Ella me mandó un mensaje: “Voy atrasada. Espérame”. No alcanzó a precisar cuán atrasada iba ni dónde venía, exactamente. Eso me incomodó un poco, aunque traté de no comer ansias. Pedí un segundo café que degusté de manera más calmada, para mantenerme tranquilo y dar una buena impresión. Los minutos seguían pasando. Poco a poco, se iba acercando la hora del atardecer. Alrededor de la terraza ya se veía cómo los caballeros que estaban al frente, sentados, pagaban la cuenta y se marchaban.
Pronto, estuve solo yo en la terraza. El mozo acudió de nuevo para preguntarme si necesitaba algo más. Le dije que no, que en cuanto llegara mi cita. Sabía que pronto tendría que avisarle sobre la hora de cierre, pero confiaba en que ella llegaría a tiempo, antes del final. Esperé pacientemente. La hora seguía pasando. Fue tanto que tuve que ir al baño para mojarme un poco la cara. Le pedí al mozo que cuidara la mesa. No quería parecer angustiado.
Al volver a la mesa, la terraza seguía vacía y quedaba poco para cerrar el café. De todas formas, fui a sentarme. Justo antes de tomar la silla, una suave mano tocó mi espalda: -¿Salvador?-, preguntó. Era ella, por fin. –Rocío-, le dije. Me di la vuelta, sonreí y la abracé. Nos sentamos a la mesa. El mozo volvió para ofrecernos algo. Ella pidió un capuchino y yo pedí una tercera taza de americano.
-Por fin viniste-, le dije.
-Tenía que venir-, contestó Rocío.
El resto del tiempo, hablamos sobre nosotros mismos, cosas más circunstanciales, hasta que Rocío sacó a flote una conversación que yo había olvidado por completo.
-¿No lo recuerdas? ¿En serio? Cuando andaba en Alemania, por motivos de estudio, te dije que soñé contigo, que siempre estábamos en Viña, que me hablabas muy despacio. En el sueño, me contaste de un bolso que yo había perdido en algún lugar de la ciudad. Ahí había una carta… Mira-.
Rocío se acercó, lentamente. Agarró su celular con intención de mostrarme algo. En la pantalla, estaba proyectada la vieja conversación que habían tenido aquella vez por mensajería interna. Asombrado, no lo podía creer.
-¿Aún quieres quemar esa carta, Salvador?-, Rocío me miró a los ojos fijamente, con un tono más serio.
-Yo te había dicho que esa carta tenía un secreto que prometía ser cálido, pero, a la vez, peligroso. Tú me dijiste que querías abrirla-.
La miré atento. No lograba recordar bien el contenido de aquel sueño.
-Trata de entender. Tú dijiste que tenías el corazón herido, y que al quemar esa carta podías sentirte libre, libre de amar de nuevo…
Ante esa revelación, por fin lo entendí. La miré por unos segundos. Pese a la distancia, pese a la incomunicación, no podía evitar sentirme cautivado, nuevamente, por Rocío. Ella sacó de su bolso la carta y me la entregó.
-Prométeme algo, Salva-, dijo ella. –Dime qué cosa-, le respondí.
-Que no la abrirás y no la leerás, hasta que ya no esté-, afirmó Rocío.
La noche caía y ya era hora de cerrar el café. Ella me intrigó. De todas formas, estaba tan contento de poder verla que no me cuestioné demasiado, así que guardé la carta a un costado de la billetera en el pantalón.
Pagué la cuenta. Al momento de salir de ahí con Rocío, la terraza estaba siendo poco a poco desmantelada. Le pregunté al mozo qué estaban haciendo.
-Lo que pasa es que el café cerrará su terraza desde mañana-, dijo el mozo.
-¿Cómo es posible?-, le pregunté.
-Por los delincuentes, joven. Han robado, han tirado lozas, les han pegado a los clientes, qué no han hecho estos desgraciados. Hace ya algunos años que la avenida no es muy segura. Mucho caballero y señora de edad viene y se guarda temprano, y ya perdimos la clientela que teníamos antes de la pandemia-, contaba el mozo.
-Nunca pensé que fuera a cerrar la terraza-, dijo Rocío, lamentándose. –Un café tan bonito. Una lástima. Por favor, le pido que solo sea temporal-.
-Ojala pueda hacer algo, señorita, pero no depende de mí. Si quiere hable con el administrador-, afirmó el mozo, resignado.
Según su versión, el Samoiedo no cerraba completamente sus puertas, pero la terraza dejaría de funcionar. Con esa mala sensación, salimos del café, mientras bajaban las cortinas y caminamos rumbo a la avenida. Antes de seguir avanzando, Rocío se detuvo.
-Salvador-, dijo, -lo siento, tendré que irme sola. Después te cuento-.
-¿Por qué tan rápido? Pensaba ir a dejarte-.
-Me iré en Uber. Es mejor que hablemos después. No lo tomes a mal-.
Rocío entonces se acercó y me dio un beso en la mejilla, a modo de despedida.
-Todo lo que tenía que decirte, está ahí-, dijo ella, antes de irse.
-Al menos dime qué pasa-, le dije.
-Ahora no, Salva. Solo cumple la promesa-, contestó Rocío, escueta y algo nerviosa.
Me quedé ahí, sin comprender bien por qué ella se iba sin dar mayores explicaciones. En el momento en que partió, un sujeto de negro apareció entre las sombras, en la esquina de Avenida Valparaíso y Plaza Viña, y me robó la billetera. Agitado, con la adrenalina a tope, corrí tras el ladrón. Lo perseguí hasta llegar al puente Libertad. De allí le perdí el rastro.
Se hizo tan tarde que no había nadie en toda la cuadra. Pensé en hacer la denuncia en la comisaría, pero antes revisé mi bolsillo y vi que tampoco estaba la carta. Traté de reencontrarme con Rocío, pero ella ya se había ido. Intenté hablar con ella por interno, y en el lugar de su antigua foto, solo figuraba un perfil vacío. En ese momento, mi corazón sacudido supo que nunca la volvería a ver.
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