martes, 31 de diciembre de 2013

Final de año

Texto escrito hace exactos diez años, a propósito del Año Nuevo. Un evidente cambio en el estilo. Lea y juzgue usted. Felices fiestas:

Final de año

Hoy en la época donde se supone todos los corazones se abren, todos los vinos se añejan y todas las miradas se abrazan, la locura del sentimiento se vuelve una feria, las obsesiones y demonios se disfrazan para la ocasión, entonces se brinda por esa porción de nada que todos y nadie en particular han colmado. Allí dentro caben las delicias del lazo carnal que nos ata a las cosas. En una lectura de la pasión cristiana, se trata del cuerpo y sus interjecciones. ¡Qué secular forma de santificar las fiestas!

La poesía, en este punto, hace de nuestras palpitaciones y fluidos la jovial maquinaria de la armonía. Allí la palabra felicidad no cabe sino como hipoteca: son solo respiraciones del animal cautivo que soltamos, una vez las palabras no alcanzan a saciar el apetito de todos los días, y el instinto se vuelve el telón de fondo. Los ritmos y ruidos suenan a intuiciones de una alegría apocalíptica, esa furia de la naturaleza que parecía conspirar durante ciclos de velo y rutina.

En la mente de nuestros líderes, en las miradas vacías del amor, en las luces grises del tránsito moderno, podrás oír el rumor de ese milagro, siempre a destiempo de las certezas de vida, ya que en este punto la verdad sabe demasiado amarga, y este cliché, sin embargo, no nos consuela sobre las mentiras que sirvieron de ingrediente a nuestros impulsos más oscuros, pero tan caros a nuestras máscaras diurnas y consuetudinarias.

Bajtín entendió el carnaval en su dimensión política; y con ello, la orgía de los roles, donde siervos en corona de reyes y líderes en calidad de sátiros, brindaban juntos en honor al vacío sagrado que sostienen la ficción de sus vidas ¡Qué falta hace ese culto! Celebrar como orientales sin ánimo de idealizarlos, cantarle al vacío que acusa el reflejo de nuestra materialidad. Se corre el riesgo de perder el ritmo, de mutilar el sentido de esa violencia. No cabe sino sacrificarse, mezclar la náusea de las ideas, sopesar la resaca de la historia, sentir el escalofrío del lenguaje cuando invade como el virus que es y comienza a habitarte como su templo musical.

En la ruta hacia el puerto, van llegando los extraños al carnaval. En esa invasión gloriosa se huele la alegría que no vino, sublimada por los rayos ultravioleta, el alcohol cívico, las visitantes a flor de piel, los amigos de contrabando, el clímax de la democracia. Solo nos resta invocar esos horizontes de película, sobre el trono y el basural de nuestros líderes ebrios. Somos del fin del mundo, sudacas que no se hicieron la América, y solo queda proclamar a los cuatro vientos: ¡El Estado es el fin! ¡El fin es una fiesta! ¡La muerte es una fiesta! ¡La vida no termina! Para los aguafiestas del mañana.


viernes, 13 de diciembre de 2013

Juegos de texto y de red

Al sistematizar los juegos del intelecto y del lenguaje que esta red te permite se puede socavar el campo de felicidad que se estuvo sembrando (a decir de Borges por el placer de la lectura) para invocar en cambio la dimensión grosera del mecanismo de Realidad: el mundo externo y su engranaje de ofertas/demandas, como cuando te das vuelta un videojuego y descubres el vil consumo de su ingeniería, la pérdida de inocencia en ese escudriñar la materia, el hardware de ese portal hacia otras realidades y delirios, entonces viene la nostalgia y el romanticismo demasiado trasnochados, el conocimiento te viene como una brisa impertinente que irrumpe la ventana de tu habitación para despegarte del ombligo de esa fantasía y echar un vistazo afuera. 

Si no se dosifica el placer de aquellos juegos de manera astuta, se acaba siendo un peón, un tonto útil, un derivado de ayudante de fondecyt, una hormiga haciendo engordar a su reina del saber a punta de concesiones mezquinas y malabares retóricos y económicos. En estos juegos se pone en jaque la dignidad del aficionado itinerante, del neófito que lo ha perdido todo y por eso mismo no tiene nada que perder, por eso el placer del despropósito en la publicación de reflexiones en sitios que se sabe son paradojas flotantes aún no del todo identificadas, a la manera de ghetos sin patria alguna, ni cielos ni paraísos que, sin embargo, apuntan a una red de redes subterránea y transversal.

El punto no es tanto la clarividencia sobre algún programa coherente de métodos y objetivos, la intuición sobre la adversidad de estos sistemas se huele en el aire, sino que la actitud salvaje y poética de cada una de las cabezas que propician aquellos juegos, jugar a pesar de saber mediatizada en una ruleta universal todas tus posibles derrotas. Al menos, en estos juegos de presente ficticio, se pierde (y se significa) con rivales y mentores auténticos de una era digital: el aburrimiento capital que engendra hordas y hordas de correspondencias, de implicaciones, de decepciones y de conquistas interiores. 

Es toda una apuesta de jovialidad y de salvajismo inventarse roles: acabas siendo el monje que golpea los muros de la hipocresía en pos del justo medio; el sátiro que multiplica el número de la farsa globalizante a través de máscaras de perfiles, como si los sitios fuesen carpas virtuales donde en cada sesión y en cada usuario se asiste a un nuevo y renovado teatro moderno, con diferentes disfraces e imposturas; o bien el mercenario de la soledad que pretende desde adentro domar a la bestia informática a través del paroxismo y la saturación. Entonces el ejercicio de la ficción cobra carne en el aburrimiento general y alcanza su consecuente ataraxia, y puede que desate de nuevo esos salvajes y cándidos placeres, en cada choque con el pavimento de la realidad.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Como en un artículo de Larra

Como en un artículo de Larra, es posible aventurar una especie de ir y venir del puerto, encontrarse en un punto fijo a medida que el grueso de la ciudad te sume en ese bautismo secular del tránsito. Es la travesura del moderno provinciano, dicen. Y no puedo todavía reservarme ese derecho de admisión, ya que el llamado o, mejor dicho, el susurro de la ciudad, con sus perros y sus jefes, asola el metro cuadrado como una aparición. Se trata del lenguaje de alguna clase de Zaratustra invisible invocando a los últimos hombres del puerto, para que adviertan, tras el asfalto y la vaguada costera, a los nuevos ídolos, tan próximos y, por lo mismo, rentables, como opios al precio del bolsillo de cualquier ciudadano de Chile. 

Así, todos acaban por poner al profeta en la cuerda floja, y esperan en el meollo de la ciudad su propia metonimia de dios, sus ilusiones que poseen al ser poseídas. Todos y nadie al mismo tiempo: el universitario –de cualquier especie en esta gran tomatera porteña- con la convicción férrea de ganar su título de ingreso a la “máquina”; el hombre del mercado central con la esperanza de emprender lo suficiente como para conseguirse un negocio propio –por lo demás, lejos de tanto mercadeo inútil y gregario-; los famosos pirateros, que abundan en Santiago, en la calle Pedro Montt y aún más en Internet, con el sueño de legalizar su trabajo, sin los cuales ninguno de nosotros tendría un real acceso a la cultura, -dado su precio, según parece, proporcional a su valor y calidad, de acuerdo a los señores invisibles allá arriba-; los maniqueos partidarios izquierdistas y derechistas, cada cual con su particular forma de rascarse el ombligo y de secretar su caudal económico (en muchas ocasiones, me ha tocado lidiar con dichos seres plagando de folletos las plazas de Valparaíso, y haciendo más mierda esta gran mierda de rebaño de medias tintas); los hombres caritativos, los solidarios de turno, los Don Franciscos trasnochados, con un impulso inconsciente de ayudar tras desastres de todas formas y colores, sin tener ni la más mínima idea de todo lo que hay detrás, (sí, la típica excusa de estos amantes del deber, los he escuchado más de una vez: su servicio incondicional al Estado, a la Patria, su amor a los hombres, su cristianismo, su conveniencia), los punkies con su moda (claro, somos los ingleses de Latinoamérica), que se paran ahí en las farmacias Cruz Verde; todos (y si, más de alguno se me escapa: los pseudo hippies que venden artesanía en las plazas -ejemplos de emprendimiento-, los típicos canutos exegetas de la Palabra, los mormones que más parecen venir por lo pintoresco, por lo fenómeno, por lo híbrido de Chile, que por un real sentido de la vocación religiosa, etc, etc.) todos ellos, y muchos más, tienen algo que los une: su obediencia a su propia ilusión privada ¡vaya ilusión emancipatoria! desear todos y cada uno de los juguetes de la adultez, y las mamaderas del mercado (como si esta fuese la loba romana) para la transición hacia la felicidad que viene del exterior como si viniese del cielo, y que hipoteca así toda la existencia (camino que se pavimenta de deudas, impuestos, buenas intenciones) con la excusa del futuro y la reconciliación. 

Sería mejor que cada uno de ellos pesara a sus ídolos en la balanza de sus posibilidades, al menos medir, sondear esos abismos para luego arrojarse con alguna clase de dimensión o garantía. Ahora bien, quien escribe sobre aquellos últimos hombres, se vuelve asimismo el mecenas de ese absurdo provinciano y, por lo tanto, quien se imagina que todos esos bienes son abismos precisamente porque los desconoce, una nueva clase de fantasma ciudadano, que escribe sobre el valor de todo pero que no adquiere el precio de nada, el de la esquina que secretamente postula a un ideal, a una vivienda, una familia, echando por la borda las palabras que le sirvieran de peldaño a tales fosas de realidad. Los escritores que sean la mancha en esa pintoresca masa. Que todos y cada uno de los personajes de esa provincia pudiese toparse con estos transeúntes pálidos y, en la medida que estos chocasen con el asfalto de su realidad, se abriesen como grietas, a pesar de la sangre de dicho trabajo, a pesar de la tinta de ese vacío. Nada más que bastardos de la posesión, vendedores de la nada. A ellos solo les resta la ficción como garantía de sus oportunidades, de sus elecciones, de sus pasos y hasta de sus cruces.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El Neruda de las Residencias: a cuarenta años de su muerte

Se han cumplido cuarenta años de la muerte de Neruda. Frente a la controversia sobre la oscuridad de su muerte, en relación a la tesis sobre su posible asesinato por la dictadura militar, la cual cobra mayor fuerza a medida que pervive ese período de tiempo, es necesario revisitar al Nobel a través de su obra y, en paralelo, la dinámica política y existencial que lo circunda (puesto que no se pueden excluir obra de autor en el caso del vate). En este sentido, el foco de atención será dado a su etapa surrealista, en particular la de Residencia en la Tierra, la obra de madurez de esa etapa de su poética. Revisitarlo permite recordar al “formador de lenguajes imprescindibles” que fue —en palabras de José Carlos Rovira— cuando canta el gozo del amor y del erotismo más puro, pero también cuando es el vate dolorido por el lacerante paso del tiempo. 

Recordemos que en ese período de los años 30, cuando estaban en boga el surrealismo francés posterior al primer auge de las vanguardias, Neruda llegó a aceptar el nombramiento de representar a Chile como cónsul honorario a lugares diferentes, como Singapur, Buenos Aires, Barcelona, y Madrid. Fue durante estos años de soledad y experimentación con la vida bohemia y la pobreza cuando Neruda pudo escribir, desde otra mirada más existencial, un conjunto de poemas a los que reunió bajo el nombre de «Residencia en la tierra» durante el año 1933, seguido de Tercera Residencia y, por último, para completar la trilogía, una serie de poemas titulada España en el corazón.

Al contrario de lo que piensa el mercado oficial, y más en relación a una visión de poética del lenguaje, es preciso afirmar que es esta obra “Residencia en la tierra” aquella que marcará el punto de inflexión entre el Neruda temprano, de influencias modernistas, románticas, para dar paso a su poética de madurez con un lenguaje que, embebido de la herencia de las vanguardias, de su capacidad para ir más allá de los límites establecidos de la palabra y de la cosmovisión, logró consolidar un conjunto de textos que versan sobre temas universales desde una visión desgarrada de la existencia y desde un lenguaje que tensa los límites entre la significación y la realidad –ya sea política, social, humana- aludida. 

Sin pretender exhaustividad es preciso el análisis de dos poemas ejemplares. Walking Around y Significa sombras. El primero es uno de los poemas más célebres de la colección, ya que a pesar del lenguaje intrincado y hermético consigue vislumbrar aspectos retóricos y de evocación poética que identifican al ciudadano anónimo y al mismo tiempo universal. Una especie de revisita del hombre cotidiano en su abismo existencial: El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos./Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,/sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,/ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. En estos versos se puede aventurar la poética que se despliega a lo largo de la obra, además del aliento subterráneo que pareciese conspirar en las entrañas del hombre consuetudinario, conjugando de forma magistral el misticismo de la angustia con el paso penetrante de los avatares urbanos, civiles. En los siguientes versos logra además ese compromiso con el sentir del proletario que envuelve a raíz de ese aliento mencionado anteriormente: Por eso el día lunes arde como el petróleo/cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,/y aúlla en su transcurso como una rueda herida,/y da pasos de sangre caliente hacia la noche. 

Neruda, por otro lado, quiere atestiguar en carne viva y en materia poética que la propia elaboración del libro es la historia misma de una crisis, no solo del lenguaje, sino de su situación política. Es el desgarramiento del hombre frente a su época, su ser, y además la de la voz, el autor, y su escritura. Es el rupturismo al que apelaban las vanguardias, pero desde un prisma encausado hacia una especie de metafísica del hombre exiliado, frente al creacionismo de Huidobro que invocaba no servir a la naturaleza, o el tremendismo de Rokha que desplegaba una visión apocalíptica e insurgente sobre su paso por el mundo. Es, en suma, esta apuesta por una poesía que bebe de la tradición pero que se vale de la transgresión de los parámetros –políticos, literarios, vitales de su época- para desarrollar una po-ética que aúne literatura y vida, es decir, su exilio viéndose también reflejado y recreado en su obra, siendo esta, a pesar de su autonomía, el escenario vivo y palpitante de esa creación.

El segundo poema representativo “Significa sombras” sigue con ese aliento crítico, pero esta vez potencia la dimensión filosófica de las palabras y del sentido del ser, para darles un alcance casi profético: Tal vez la debilidad natural de los seres recelosos y ansiosos/busca de súbito permanencia en el tiempo y límites en la tierra,/tal vez las fatigas y las edades acumuladas implacablemente/se extienden como la ola lunar de un océano recién creado/sobre litorales y tierras angustiosamente desiertas. 

De esta forma, a raíz de esos dos poemas emblemáticos, es posible una aproximación a dos polos del ser humano en situación de crisis política y existencial, que en el texto se traducen en la lectura metafísica de la cotidianeidad y el tono sublime de las palabras más rimbombantes. Es posible argüir entonces que en el libro se manifiesta la crisis en dos niveles: 

- En un nivel poético, que incluye al hombre (como género humano) sumido en una realidad exiliada y, además, a los distintos hombres que sienten el peso del mundo en cada espacio de su tiempo.

- En un nivel meta poético, en relación a las tradiciones literarias con las cuales dialoga y participa, recreándolas a raíz del primer nivel, las cuales remiten al romanticismo con la visión nostálgica, incomprendida del presente, idealista frente al tiempo; al surrealismo con la experimentación de un lenguaje que tensa los límites y que deja entrever algunos de los conflictos más profundos de la psiquis humana; y, además, al canon literario decimonónico, con el cual quiebra decisivamente al privilegiar los contenidos subjetivos en contra de la visión realista, naturalista, apegada a los hechos.

Con todo, Residencia en la tierra es el libro que habla del Neruda más sensible a nivel existencial y a un tiempo el más audaz a nivel de propuesta poética, ya que en el nivel de la meta literatura no se limita a seguir y asimilar las tradiciones sino que las confronta y las reconstruye para recrearlas en su visión particular del exilio y del dolor humanos. Frente al romanticismo, no es solo un mero ejercicio de sentimientos de incomprensión frente al mundo, ni de tópicos como el ubi sunt o el amor imposible. Frente al surrealismo y la creciente anti poesía, no es un ejercicio de escritura automática, irracional, ni mucho menos un calco verbal del lenguaje mundano, sino que es un ejercicio de escritura que pudiera estar más cercano al creacionismo en la estética pero que aún así se diferencia porque aborda un trasfondo de carácter más intimista y, al mismo tiempo, de alcance universal. 

El Neruda de las residencias es el genio de la metafísica poética. Intenta reproducir el mecanismo de una obsesión vital, el discurso de su propio yo lírico avasallado por el dilema del hombre exiliado, gran metáfora del siglo XX en general: 

Sea, pues, lo que soy, en alguna parte y en todo tiempo,
establecido y asegurado y ardiente testigo,
cuidadosamente destruyéndose y preservándose incesantemente,
evidentemente empeñado en su deber original. 

Es ese su compromiso ontológico y poético con el hombre que sabe de la existencia de la muerte y por eso proyecta en su luz y su sombra una energía que comunica una apertura trágica hacia el devenir. Ese es el legado medular, en su etapa de madurez y de mayor profundidad, para lo que después consolida como un proyecto más ambicioso de militancia política y proyecciones americanistas. Es este el rupturismo que le permitió enarbolarse como el poeta de lo humano y de lo transmundano, de la realidad de la miseria pero, a su vez, de la maravilla del sentido, de los que no temen pasear con la muerte de la mano y dar una vuelta alrededor de los siglos y de Chile.

martes, 19 de noviembre de 2013

¿Dónde está mi mente?



Definitivamente, no hay auto ayuda posible tras el narciso del conocimiento. Se ha puesto a la vida en segundo lugar frente al podio de la academia, de la industria, del consumo. Sin embargo, es el optimismo de moda aquel que vende y se aloja en los corazones del hombre moderno como si fuese bandera sobre los satélites atomizados de la conciencia, y en cada conquista se suman escalas a ese paraíso, para luego botarlas una a una, mantener los deseos flotando y restándoles la gravedad de la contingencia, la amargura de la verdad. 

La frase de Coelho: “Cuando deseas algo, el universo entero conspira para que lo realices". Sería bueno saber cuán cierta es en la siberia de la existencia, en el Tercer Mundo siempre fugitivo. Entonces, sobre la basura que no debiera vender libro alguno (y sí lo hace por millones), volverse la mierda danzante, el extravío que procede del caos y vuelve a él, porque entiende que, en su interior, el mundo es la fantástica cuerda floja sobre la cual tropieza, retrocede y baila como nunca.

martes, 12 de noviembre de 2013

A toda velocidad

En la micro que venía de Viña, uno de los tipos que iba de sapo comenzó a hablar algo sobre un ojo biónico, luego de que uno de los pasajeros de atrás le gritó que si acaso no lo veía. Miré afuera de la ventana y la idea de ese ojo tuvo otro alcance: desautomatizar la visión en un leve choque de cuerpos en la calle, en las palabras que se posan como mariposas, sin ahuyentarlas, e inclusive en el bocinazo de la micro que te despabila. 

Tanto en aquella suavidad imperceptible como en el ruido urgente del taco pueden salir despedidas las ideas en un juego de gravedad. Por ejemplo: la mujer que se sube y la mirada lasciva del copiloto, ambos se vuelven cómplices de la congestión, aunque la mujer tiene el derecho que le otorga el pasaje y la necesidad de la visión solo en lo que respecta al ego, y el copiloto solamente tiene una mirada perdida, como muchas otras en la micro llena. 

Por otro lado, un sujeto grita que esta huevada parece Transantiago. La gente comienza a darle la razón.  Al chofer, al fondo, solo se le oye decir que hagan espacio. Parece una voz en off, alguna especie de escritor que sí dirige algo, escritor con, al menos, un tipo de volante. Entonces resulta injusto juzgar a ese sujeto apenas visible detrás del mar humano a bordo. 

Ya no se trata del mito, no caben lecturas bíblicas en esa arca, somos más bien animales, pero ningún diluvio ya nos asola, sino que solamente la angustia del retorno al hogar o a la máquina que, para el caso,es igual de angustioso. Uno podría argüir que el chofer es Sísifo y nosotros su piedra. Si fuera ese el caso, más valdría que la micro cayese de una vez antes que quedar en pana justo en Avenida España, en el intersticio entre la ciudad de las flores y la ciudad de los perros.

Espero pacientemente, haciendo mía la ficción, lubricando la visión, plácido en ese calor en movimiento, sin considerar que la ley de la inercia pueda en cualquier momento empujarme hacia la mujer del principio (como diciendo, piensas mucho, pero, mientras seas pasajero, no me tendrás) o bien empujarme derechamente hacia la puerta, sin desear la salida y sin desear tampoco que se cierre. Extrañamente se bajan casi todos en la plaza, y el chofer voltea el cartel de destino como si se tratase del eterno retorno. 

En ese vaivén se hace visible paradójicamente, y yo el último en bajar, mientras veo también cómo el copiloto lo abandona, y la mina aquella, acarreando la bella indiferencia del universo, baja sin otro propósito que distanciarse (mientras más se alejaba, adquiría proporciones épicas). Todos, sin duda, abandonan el arca rodante. El chofer gana espacio, pero pierde el peso que lo llevó a conducirse. Parecía que mientras más gente subía, él aceleraba más rápido, en un supremo acto absurdo, para huir del taco aquel como de una especie de pecado sin dios.

Entonces las visiones en aquel viaje de velocidad y comedia humana vuelven al reflejo de quien se desplazó sin mover un dedo, el tipo que recreó en su retina el taco, el joteo y el hacinamiento, atajos al movimiento de la micro como si fuera la roca del devenir. Siempre, entonces, con qué estilo la basura de la vereda acaba siendo aplastada por los pies de aquella mina, de qué forma el sapo divisa el centro de la ciudad tal como el África, y con qué maravilla la escritura se deja precipitar sola, lejos del chofer que la empujó y del ojo miope que la leyó, un solo gran camote que rueda desde lejos, arrastrando consigo tanto a las flores como al polvo, en un solo movimiento para todos y para nadie.

lunes, 14 de octubre de 2013

Santo ladrón de los deseos

Fui a la Sala Rubén Darío, a propósito de una exposición fotográfica, en verdad sin otra expectativa que comer, flirtear y beber gratis, soportando el relamido discurso patrimonial. En ese acto de desatino, uno entrevé la maravilla poética del despropósito, un tubo de escape para la mecánica rutina. Sin embargo, a mi alrededor, las fotografías parecían testigos de la neurosis de un voyerismo deshonesto, un paseo a la luz de negocios subterráneos y gestos en vitrina.

Me sumé a tal show clandestino como invitado fantasma, (única forma de ser invitado aquí) y. de inmediato. un hombre viejo me interpeló a propósito de la foto de una tumba. Me preguntó ¿Cuál es? reiteradas veces, y yo le digo casi de forma automática que se trata de una tumba en el Cementerio de Playa Ancha. El viejo volvió a preguntar: “¿pero cuál?”. Era la tumba de Emile Dubois, el "santo ladrón" del puerto que le robaba a los ricos en beneficio de los pobres, según la leyenda. Fue entonces que busqué apropiarme de la sacra excentricidad del lugar. Ante la duda del viejo, le repliqué si iba a ir al cementerio. Me dijo, en tono de broma: “todos… no, es decir, iré ahora, a pedir un deseo”, y terminó diciendo:” tú también pide un deseo...”, para luego marcharse. 

La última réplica me hizo pensar en el carácter iniciático de tal punctum fotográfico: ignorar el vistazo programado e interesado de la exposición, para ser arrastrado por la foto de la tumba del santo ladrón y que luego un viejo te sugiera ir a pedirle un deseo. El deseo se volvió entonces una especie de cleptómano de imágenes paganas, puesto que mi voluntad de ahí en adelante adquirió una espontaneidad inusual. Entendí la verdadera irreverencia en el acto de sabotear lo cotidiano, como cuando la chica, la única a la que eché el ojo, la que sacaba fotografías a las personas y a las fotografías pasivase, se acercó también a la foto de la tumba del santo ladrón. Entonces, merodeé distante, como colándome entre los mercenarios de la cultura fotográfica, para luego volver con un vaso de vino y adoptar el aire desinteresado pero jovial de todo invitado fantasma.

Una vez acabó de observar la foto de Emile Dubois, nuestra "meta fotógrafa" miró atentamente, como queriendo pedir un deseo a través de la mirada, como queriendo trascender la magia del aparato que petrifica el tiempo y, en ese instante de contemplación, acudí y le pregunté qué deseo pediría al santo ladrón. Ella, con un no sé previsible, pero con una memorable digresión, deseó que desapareciesen los verdaderos ladrones de la cultura. Asentí y le dije que me gustaría que os ladrones históricos del puerto, de ese modo ella sonríe desaparecieran. Me hubiese gustado que hablara de sus fotos, si no fuera porque ella se despidió en un estrechón de manos, con una cortesía tibia pero formal.

Es así como me vi de regreso en el evento con esa orgía de miradas, tan próximas, pero tan mecánicas. De manera intempestiva, intuyo que uno puede invocar esa secular animita de deseos en su interior, y volverse esa reencarnación del santo ladrón que roba las imágenes del culto snob para transformarlas en destellos de la belleza cotidiana, en una tarea de iconoclasia y de romanticismo, de no ser porque la fotografía siempre acaba siendo, como la mujer, un erotismo que busca fugarse a lo real. Lo único auténticamente real aquí: el despropósito, la ausencia. 

"Ella ha muerto, y ella va a morir”, en una paráfrasis a Barthes de su Cámara lúcida; la chica que fotografió las imágenes, pero que no se dejó fotografiar, rehuyendo la inmortalidad de la luz fotográfica tanto como la del gesto de cortejo, probó entonces, en ese encuentro simpático y fugaz, que la belleza no puede ser robada por quienes solo buscan desacralizar la realidad, sino por quienes la multiplican, en una fuga de luces y de sombras desconocidas entre sí y que por eso son capaces de desearlo todo.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Una poética de la oscuridad


Echar a andar el engranaje del pensamiento para constatar que no produce sino su propia y adhesiva repetición. Quizá sea posible concebirse, fuera de la rutina o dentro de ella, entre sus grietas, uno mismo como una máquina de excretar frases, simples sentencias que sean embriones de pensamiento total, a la manera de haikus o de parábolas indias, pensar así como ritual cognitivo para tu vida tanto psíquica como cívica, pensares equivalentes a musculaturas y respiraciones: un sístole díastole de escritura. El momento en que la letra entre sangrando en la vena y salga divorciada de algunos de tus orificios, de tu sistema completo, a la manera de una criatura, como el músculo del brazo o el sudor de una fiebre, ese puro proceso de adicción y de expulsión podría ser lo único, el placer y el deber escribir. Que los textos actuaran como molinos que emulen la violencia creadora de la sangre.

Ahora bien, es preciso que esa máquina de ficción en su curso inmortal purifique la falsa antinomia de los conceptos: la vida desconoce exclusividades, contiene las contradicciones porque son brochazos de un lienzo cósmico, no porque se borren a si mismas en él. Los conceptos binarios son como fisuras de un sistema nervioso: yo no amo sin odio, yo no vivo sin morir, yo no intuyo el núcleo sin la superficie. Las cicatrices del pasado pueden ser surcos donde florezcan nuevos sentimientos, eso lo sabían los griegos: el paroxismo de las cosas diluye sus opuestos, pero para llegar a esa verdad es preciso atravesar todo lo intrincado de las oposiciones del mundo, sentir la adversidad en tus órganos, ser tu mismo en algún punto el engendro de la adversidad de tu mundo civilizado.

Para conquistar la abismal pulcritud de una realidad pura como hoja, es preciso que te deshagas y que seas más negro que la tinta. De esa forma iniciática se podría llegar a escribir en cierto punto de inflexión. Se trata de una poética de la oscuridad, como ya lo revisaron Lihn, Millán y otros metapoetas. Por eso, en parte, la crueldad de la que hablaba Artaud, a nivel ético, siendo duro consigo mismo para que, en ese acto, germine una nueva apertura en y desde los otros, incipientes pero inherentes a esa cosmovisión.

Con todo, y por todo lo anterior, no puedo ser positivo, no puedo simplemente obviar el proceso vital del conocimiento, el ruido y el aceite de esa máquina. Para, al fin, ser o deber ser, debo contaminarme de ese ruido y de ese aceite, para saber, para aprehender, concebirlo todo, para intuir la la paz auténtica de toda esa mecánica, una ecología de la mente. Por eso, escribir implicaría volverse negro e indescifrable como tinta hasta que la página en blanco -tu realidad- aparezca virginal y total, como una ventana abierta después de tu primera y última noche de bodas.

No es posible escribirse por entero, ergo, hago de mí una obra por correspondencia absoluta. Nadie ama a nadie, por lo tanto, en esa nada es posible que seamos oscura significación, como un vacío oriental: prodigios de oscuridad, sombras de mundos.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Martirologio del 11

"Articular el pasado históricamente no significa descubrir ‘el modo en que fue’ (Ranke) sino apropiarse de la memoria cuando ésta destella en un momento de peligro. El materialismo histórico quiere apropiarse la imagen del pasado que, de repente, se aparece al hombre seleccionado por la historia en un momento de peligro. El peligro afecta tanto al contenido de la tradición como a sus receptores. La misma amenaza pesa sobre ambos: la de convertirse en instrumento de las clases dirigentes. En cada época deben realizarse nuevas tentativas para arrancar a la tradición del conformismo que pretende dominarla. El Mesías no viene sólo como el Redentor: él viene también para derrotar al Anticristo. Sólo aquel historiador que esté firmemente convencido de que hasta los muertos no estarán a salvo si el enemigo gana tendrá el don de alimentar la chispa de esperanza en el pasado. Pero este enemigo no ha dejado de vencer." Así rezaba Walter Benjamin en sus Tesis sobre la Historia. Tiempo después, se suicida. ¿Será la figura del mártir la del ángel del tiempo? ¿Es acaso posible condensar en una pura llamarada temporal, en un solo instante seco de plomo, las ascuas de una gran fogata histórica que nos ilumina a la vez que nos precipita a arder en ella? 

Nos enseña que la memoria debe arder, que quienes recuerdan están imbuidos de ese presentimiento ígneo, que del montón de sesos de los iluminados, vagando por la curvatura de un tiempo humano, podremos encontrar alguna clase de sinapsis o conexión con aquella historia enterrada, aquella casa hecha de cenizas, como si fueran la premonición de una pureza desencantada, por la fuerza implacable de un Tiempo que se sabe invencible. 

Esos ángeles desterrados, esos hijos del plomo histórico que tenemos por mártires, pululan entonces en cada ceniza de la conciencia, mudos pero fulgurantes, con un misterio como juramento: aprender a arder para que en ese acto se sienta la Historia. Sin embargo, "la buena nueva, que el historiador, anhelante, aporta al pasado, viene de una boca que quizás en el mismo instante de abrirse hable al vacío", sentenció Benjamin. Si no existe lengua alguna para el horror de un instante, si la propia lengua histórica traduce una puesta en abismo al momento de su comunicación en el tiempo, no quedaría sino la salida del mito, la encarnación prometeica de quienes dejan su materialidad por esparcir el fuego de una conciencia tan ardiente como intraducible. De esas mismas ruinas sería posible palpar aquel tiempo violento como una quemazón en la llaga de la memoria colectiva. 

Allende se suicidó, el plomo fue su testigo y ejecutor. Sócrates se suicidó, su cicuta arde en el logos occidental. Giordano Bruno fue quemado por la Iglesia, por defender la visión heliocéntrica. El saber nos llega en forma de disparo, diría Benjamin, el tiempo jalará del gatillo. La Historia es muda, si quienes no vencen no la escriben, es preciso quemarse y que su lectura póstuma arda en los ojos de los nostálgicos. Que sea como un corazón material tan pleno de sangre que se vacía: recordar.

jueves, 29 de agosto de 2013

Clase de música

Recuerdo la clase de una profesora de filosofía en el liceo, en donde nos enseñaba a distinguir lo apolíneo y lo dionisíaco en una serie de pistas musicales. En muchas de ellas sonaba música jazz, Coltrane, Coleman, en otras algunas piezas clásicas, sonidos que dado su marcado carácter de improvisación, de azar, y de proporción, de orden estético, respectivamente, podía diferenciar más o menos de manera sencilla entre ambas categorías (el jazz es impulso vital; las orquestas clásicas de Mussorgsky, por ejemplo, son impulso y además propenden a un orden, una estructura). Cuando comenzaron a sonar en el equipo las guitarras eléctricas, provenientes del sonido Seattle (detesto la etiqueta "grunge") y del rock alternativo con temas de Radiohead, The Pixies y de Smashing Pumpkins, entonces entendí de manera acústica que en realidad Apolo y Dionisio no son categorías del intelecto, y por lo tanto, fue una de mis primeras aproximaciones hacia la sospecha sobre la lógica dualista de las cosas. Lo que yo entendía otrora como apolíneo en las piezas clásicas no era sino la forma, el orden cósmico que se recrea en la mente una vez escuchado, la figuración de ese orden en la psiquis, su encarnación sensible. Sin embargo, lo dionisíaco como voluntad y a posterior como "brasa sonora" está ligado umbilicalmente, esperando a cobrar cuerpo en las cenizas del espectáculo apolíneo de la audición. Por lo mismo, lo que yo creía dionisíaco en el jazz no era sino una mayor incandescencia de esa voluntad primigenia, figurada mediante la estructuración de notas correspondientes al orden apolíneo, que se materializan en la improvisación de saxos y de baterías como simulando una apología acústica de una bacanal.

A pesar de tal revelación, no veía en ese rock sino una confusión, aunque bella, demasiado ininteligible: no cabía aplicar de manera pedagógica lo apolíneo y dionisíaco en ese cóctel prematuro de gritos, acoples, distorsiones y letras. Entonces resolví: el rock, al desarrollarse como una rebelión más allá de lo musical propiamente tal, está ligada al sentimiento juvenil, a la revolución de las hormonas, he de ahí una posible respuesta: era la fuerza de la edad, la naturaleza en flor alegando legitimidad a través del sonido eléctrico y de las gargantas sangrantes. Sin embargo, el problema seguía: cómo entender la pugna dialéctica, ya resuelto el falso dualismo de esas categorías, entre la figuración apolínea y el desenfreno dionisíaco aplicada a la música de esas bandas de rock and roll. Entonces, mientras duraba todavía el ejercicio, no pude sino remitirme al Mundo como Voluntad y Representación (libro que rehuía ingenuamente por aparecer la palabras "suicidio" demasiadas veces en él, con la creencia de que Schopenhauer era una especie de rock star, que impulsaba a la auto destrucción, y que uno al leerlo se volvía casi automáticamente en un fan siguiendo sus pasos religiosamente): "en la melodía, en la voz cantante que dirige el conjunto y, avanzando libremente de principio a fin en la conexión ininterrumpida y significativa de un pensamiento, representa una totalidad, reconozco el grado superior de objetivación de la voluntad, la vida reflexiva y el afán del hombre. Solo él, por estar dotado de razón, ve siempre hacia delante y hacia atrás en el camino de su realidad y de las innumerables posibilidades, y así completa un curso vital reflexivo y conectado como una totalidad. En correspondencia con eso, solo la melodía tiene una conexión significativa e intencional de principio a fin. Ella narra, en consecuencia, la historia de la voluntad iluminada por el conocimiento, cuya imagen en la realidad es la serie de sus actos; pero dice más, cuenta su historia más secreta, pinta cada impulso, cada aspiración cada movimiento de la voluntad: todo aquello que la razón resume bajo amplio y negativo concepto de sentimiento, no pudiendo dar cabida a nada más en su abstracción. Por eso se ha dicho siempre que la música es el lenguaje del sentimiento y la pasión, como las palabras son el lenguaje de la razón: ya Platón la interpreta como el movimiento de las melodías que imita al alma cuando es movida por las pasiones". 

A posteriori deduzco la verdad contenida en la melodía, en la voluntad generacional (no sé si llamarla universal, mundial o natural) que se esconde tras esa representación ruidosa, luego de aquella intuición durante la experiencia didáctica musical. Estamos hablando, más que de un mero análisis con nota al libro sobre la reencarnación de esos ídolos griegos en la figuración y voluntad de los sonidos rockeros, de todo el gheto de las pasiones y voluntades viscerales y hasta cierto punto hormonales que confluyen como fuerza estética tras cada decibel, cada alarido, cada verso y desencanto. Más que la vida expresando su concierto en forma de cuerdas, rabia y percusiones, se trataba de los sentimientos de toda una generación, que salían despedidos como de una caja de pandora musical, (que en la dinámica del mundo constituyen demonios interiores habitando en las mentes rebeldes de los feligreses del rock), como si al escucharlos y perderse en esa orgía esencial, (figuración tan cotidiana por el inconformismo de sus estandartes pero trascendente por lo que subyace, la voluntad de expresarse aquellos demonios) uno introdujera una ficha , una ficha psíquica, espiritual, en ese gran jukebox originario, tan infernal como paradisíaco, esencial, y comenzara inmediatamente la voluntad del mundo a empujar nuevamente la rueda de la historia al son del ritmo y la melodía , en este caso, la de los mártires del rock noventero. Ya casi veía a Thom Yorke, Billy Corgan y Richard Ashcroft como avatares , reencarnaciones de aquella voluntad pandemónica desatada, como articuladores del ruido sordo de esa década, la generación perdida, la gran X que se dibujaba en el mundo de los noventas, tatuada como logo de banda musical en las mentes más frescas y juveniles, todavía unidas umbilicalmente a dicha voluntad tan envolvente, sublime por inconmensurable, terrible por verdadera, como si Schopenhauer hubiese escrito en un apartado de su tratado filosófico, que en el sonido rock de los noventa todos los sentimientos de la generación vuelven a su estado puro y el mundo de esa década, su historia constante y sonante en cada decibel, en cada desencanto, en cada hormona furibunda, no fuese sino música hecha realidad. A eso se refería entonces Beethoven : el rock como una revelación más alta que cualquier filosofía. Y así debería revelarse la filosofía: como un aumento en los decibeles del pensamiento, como la gran canción eléctrica que haga vibrar los viejos conceptos.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Parásito de mi creación

Parra, cuando le explica a Benedetti, acerca de su famoso cuento "Gato en el camino": "el cuento propiamente tal yo no lo concibo, como tampoco concibo la novela propiamente tal. Me interesan más bien en su estado de bocetos, o de bichos más o menos informes; me interesa más un renacuajo que la rana completa: me interesa más el insecto a medio camino, que el insecto perfecto. Tal vez debido a eso no he persistido en el trabajo de la prosa, que es más coherente que el poético". 

A raíz de la anécdota, aspirar a lo mismo. Relacionada con la frase de Mallarmé: "yo no he creado mi Obra sino por eliminación", se puede llegar a una aspiración realmente auténtica en la vida, frente a tanta obsesión por la integridad, por el cumplimiento de proyectos concebidos como totalidades: familia, estudios, compromiso. Generalmente uno no puede asimilar la vida sino a través de fragmentos, en nuestros momentos más fortuitos a cuentagotas o, inclusive, en forma de descargas, en los de mayor intensidad. 

Uno debiese aspirar a ser el significante de su propia vida como un Libro mallarmeneano, o como el punto seguido de un artefacto parriano. Esa manía occidental de poner punto final allí donde solo existe el umbral hacia otra página en blanco. Ese engendro de la eficiencia y sombra del progreso entrometida incluso hasta en la intimidad emocional. Uno debería tener por objetivo ser un destello milagroso dentro de una vida prestada.

La escritura no me pertenece, la mente no me pertenece, soy un vástago de la sociedad, porque ella vive en mí. Uno debería pretender escribir o aspirar a vivir, siempre en miras de lograr la página en blanco absoluta, dejar que las ruinas de tus proyectos (edificios artificiales) escriban en tu lugar. 

Yo no aspiro a la felicidad, yo aspiro a la obra. Uno tiene por obligación actuar siempre como la piedra que contiene en sí tanto el comienzo como el ocaso de aquellos edificios. Yo no quiero familia: quiero pensarme como el parásito de mi creación, el proceso entre la mano que la arroja y el rostro amoratado, esa es la vida que te escribe, el insecto que intuye su muerte al multiplicarse por mil.

jueves, 22 de agosto de 2013

Un jaque invisible





Cuando pensaba en arte contemporáneo, solía establecer dos figuras como casi antagónicas: Picasso y Duchamp, en términos del gesto e implicancias de lo que ellos entendían por la experiencia artística. Y siempre terminaba tomando predilección por Duchamp, el genio invisible, el tao personalizado, la honestidad hecha hombre, el silencio encarnado, (y por consiguiente, su distancia del "arte" entendido como tal para abrazar el ajedrez como juego de la inteligencia), en desmedro de Picasso, que vendría siendo el genio ególatra, un equivalente al avida dollar (máquina de dinero ) del que hablaba Bretón con respecto a Salvador Dalí. Hoy he llegado a la idea de que estas dos figuras actúan como símbolos de potencias artísticas más bien dialécticas: el hambre desmedida de apariencia y la voluntad de desaparición. Dice Vila Matas: "Creo que en mi vida han chocado al menos dos tensiones siempre: afán de alcanzar cierto reconocimiento público de mis trabajos literarios, ser ‘alguien’ en la vida, conviviendo todo esto con una contradictoria pulsión radical hacia la discreción; la necesidad de estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la necesidad de escribir, pero a la vez la de dejar de hacerlo, y hasta la de olvidarme de mi obra. Todo esto ha guiado mis pasos obsesivamente en los últimos tiempos: esa contradicción entre querer seguir escribiendo y desear dejarlo. Ser el activo Picasso y producir todo el tiempo, pero también ser el inactivo Marcel Duchamp, y prodigarme lo menos posible, y hasta quitarme de en medio –suicidarme o desaparecer". Uno puede intuir y hasta sentir en carne propia esa tensión, en materia de ficción e inclusive como actitud vital: ser siempre la máscara de otro, pero al mismo tiempo abrazar el silencio y la desnudez radical de su ausencia. Pese a ello, creo que uno en todos los casos acaba por inclinarse por un lado de la balanza en desmedro del otro, y es el lado que uno intuye como verdadero, es decir, el del silencio y el de la renuncia honesta, el que permite afirmar que Duchamp gana la partida, sin alarde de un jacque, una jugada invisible: «Les he tirado a la cara el estante de las botellas y el orinal y ahora los admiran por su belleza estética». (Duchamp) Esa es la verdad. Aplicar la navaja de Occam hasta rasgar los velos del ego y la vanidad, de lo superfluo por material hasta dar solo con la médula orgánica, el gesto primigenio, la consigna dadá: crear destruyendo, desparecer en esa creación destructiva, saberse destructible en ese gesto, y saberse renacido por ese gesto (los dadaístas pensaban como orientales) y solo así el mundo puede ser una obra, excéntrica y viva.

domingo, 18 de agosto de 2013

Frases

Antes de que alguien te mienta no te vayas a creer todo lo que el mundo a tu alrededor predica, puede ser todo una ironía prefabricada, acaso las palabras no esconden siempre una fábrica de mercenarios y de paranoias.

No existe la obra definitiva. Si existiera habría parálisis a nivel universal.

Calla!

Antes que nada, soy humano…

Me es imposible pensar en la yema del huevo sin pensar en la cáscara.

Aun así nos comemos la yema!

Tarantino, máxima notable: El mundo es unjuego de citas. Pero: La mente está demasiado citada.

Las ideas encuentran su tumba
al salir de sí.
Las ideas encuentran su tumba
al salir de la puerta
Las ideas encuentran su tumba
al volverse propiamente ideas
Las ideas son su propia tumba.

Junto con la vida muere la idea de muerte
¡viva la vida, viva la idea, viva la muerte!

Lo único que no miente es tu boca,
o por que no:
Lo único que no miente
es tu estómago.

Las ideas son como bebés paridos por tu mente,
que terminan por envejecer en tu boca,
y salir al aire como momias aladas.

Si no puedes con el enemigo, confúndelo

La autocrítica tendría que ser algo que se utilizara cuando no quedara más remedio: como un “bonus” no como una recetadiaria contra la indigestión culpógena.

Si las personas cada día cultivaran más su amor propio, las flores no les causarían tanta alergia.

El tiempo también tiene corazón.

Si fuéramos seres de instinto nuestras mentes serían molinos.

La música es el motor.

No busques trascendencia en lugares que no puedes pisar con los pies ni aguantar con la cabeza!

El arte es algo muy desnaturalizado, y a mi modo de ver, concepto=estereotipo.

Apuesto por la brevedad, luego mastico unbocado de tiempo y regreso.

Si el Universo no existiera ¿Quién escribiríapor él?

… Lógicamente nadie.

Ya nada convence.

“A Tales”: Si el agua lo es todo ¡Nada!

Aférrate a tu círculo vicioso y sueña.

Mientras piensas en un trompo, este da vueltassolo.

La vida es un útero deseoso por abortar.

Ayer ví a Jesucristo fumando solo afuera en una esquina cuando salía del trabajo. La Cruz era su jefe.

Vivir es gratis. Morir es más barato.

Soy un aborto! Pobre que lo sepa mi mamá!

Esta será la última vez que lo leerás.

Las galaxias son Su aperitivo. La Tierra Su banquete. Yo Su postre.

¿Quién es?

El diálogo no es más que la acción de dos idiotas intercambiando monólogos.

El miedo mueve montañas!

Nací de un polvo y morí en el polvo ¿qué más?

Abrazar la vida implica asir las curvas de una mujer, asir las curvas de un círculo vicioso, abrazar el dibujo del absurdo universal.

El pasado es tu sombra; tú eres tu sombra.

Matar o morir: He ahí una ley de vida.

Todo lo que uno piensa es falso.

La mujer es como la sombra: Si le sigues, huye. Si le huyes, te sigue.

Todos los sueños y deseos son como yoyos: Vuelven siempre hacia ti.

La vida del perro es digna.

El dinero es el mejor papel higiénico.

No olvides cepillarte los dientes antes de comer.

Los doctores mienten.

El corazón bombea sangre; no amor.

Los robots sí tienen sentimientos, yo soy un ejemplo.

El que come animales, será comido por otro animal.

La tierra prometida tiene apellido nuclear.

Después de todo, soy humano…

Oye! Te veo de principio a fin -yo te hacía al otro lado.

Lo confieso: Amor a dos manos, mas no a cuatro patas.

Mi otro yo me sigue –Soy solo tu sombra huevón-.

Lo confieso: Solo amo a dos manos.

¿Sabías que a los peces no les incumben las cosas terrenales?

En África lo darían todo por comerse tus palabras.

 Quienquiera revelar el don de hallarse mil veces en el tiempo
¡que siembre y coseche los frutos de su circularidad!

Abdúcete a ti mismo: Escribió el extraterrestre en la entrada de la Tierra.

 He hallado el método infalible de suicidio: ¡El pensamiento!

 ¿Qué eslo que debe seguir al uno? La manía de volver al cero.

La muerte es la única democracia. Ante ella son todos iguales.


...

domingo, 11 de agosto de 2013

Delirios del conserje sustituto

1

Se sentó y divisó por un momento a los hombres venir a tocar la puerta, en el revés del gran vidrio, seguramente visitantes más allá del tiempo ocupando otra zona baldía. Esa sensación de gravedad, el peso de la comunidad (más bien, cúmulo de satélites aislados) leve sobre tus hombros, la cabeza atenta, alerta las veinticinco horas de cada minuto, impávido, impenetrable en cada cuadrado de este espacio, el habitar externo. Los dos grandes ojos henchidos de vigilia, esa seguridad morbosa de quienes se creen observados, como si fuesen cautivos con la mirada, una claustrofobia un tanto perversa y culpable para mi gusto, y yo acostumbro a ser un alguien discreto, cuando no simplemente analítico, contando los rostros que pareciesen atravesar un velo de rutina por su gesto tautológico, una amabilidad gratuita, el irónico oficio de quien se sabe dentro y debe abrir camino para los emisarios de lejos.

Primera ley: nunca confíes.

Nadie está obligado a ser un héroe. Eso pensé yo cuando de mí afloraba un sentido ético bastante enrevesado. Las personas, decía un residente, solo prestan atención a lo que ellas conciernen, agregaba, las grandes cosas, por eso he sacado a colación el hecho de que las cosas que merecen importancia, en resumidas cuentas, quizá los pocos instantes de grandeza, de delirio, de trascendencia que pudiesen tener algún ápice de sentido e interés de parte nuestra, no son sino una cadena interminable, inabarcable, indescifrable de casualidades, de pasos, de coincidencias, de tiempos muertos.

TÚ LO SABES, MÁS QUE NADIE, las personas vienen y van, entran y salen, pasan, suben y bajan, todo pareciese resumirse en un ejercicio un tanto matemático, pero ya sé a lo que va cuando se refiere a la chica del 702 que pidió que le arreglara el calefón un día viernes por la noche. Me preguntaba si en este caso su mentada y aparatosa ética de guardián no habrá sufrido alguna clase de apertura o cerrazón. De tanto abrir y cerrar puertas ¿No se habrá vuelto usted una? Revise que sus ojos estén lo suficientemente fijos y que las llaves estén donde deben estar.

Yo no diría lo mismo de aquel señor del 601, sí, el viejo Cerda, aquel delirante animal sexagenario que siempre procura hervir sus venas y violar su única ley, que profesa la llamada pirámide invertida, y le hace sentir, tanto como el resto de los visitantes, un ente en una dimensión netamente parasitaria, un engendro funcional, un ingenuo proveedor de favores, la mitad de un hombre, la mitad de un hombre, la mitad de un hombre solo presente y valioso en tanto útil, en tanto un vil medio para un fin, una especie de gusano.

Sin embargo, yo procuro siempre ser cortés hasta el límite de la imprudencia, hasta el límite de la estupidez. Su hija (la Marcelita, como le dicen los viejos verdes mañosos y jubilados que tengo de colegas), la que acostumbra a ocupar el gimnasio, agitada y excitada por la trotadora, me ofrece alguna que otra cosilla, algo que picar o algo siquiera que masticar, no sé si en una perversa mezcla de caridad forzosa o vil coquetería. No sé hasta qué punto uno se vuelve aquello que observa. A menudo, los abismos de sus rostros me devuelven la mirada. Quizá, como Don Quijano, uno no deba leer tanto, al punto de acabar convertido en esos monstruos que a diario deja entrar y salir del edificio con una autorización mecánica hasta el punto de la arbitrariedad.

A ratos, la noche se seca; otras, se vuelve una niña consentida. Lidiar con las luces y reflejos en la pared tiene su gracia particular, una especie de hábitat dentro de lo ajeno. Ya no puedo decir que pertenezco afuera o dentro. O toda cosa es proyectada desde abajo, o solo soy yo, tras la plataforma, y usted, más allá de este límite banal.

Quisiera ser franco, dilatar la conversación, ser un poco más empático. Podríamos hablar de otras cosas si así lo quieres, si sobrara el tiempo, porque el espacio es suficiente. Quizá si se pusiera en mi lugar las cosas serían distintas. Debo decir que la hija del viejo Cerda provoca que no pueda custodiar mis impulsos, y la chica del 702, sí, para ese clase de niñitas venir acá y vivir el ambiente del edificio resulta una anécdota entretenida y hasta lúdica, mientras que uno puede divagar fácilmente producto de esta cuerda floja, este vidrio que me mira, ese exterior en mis entrañas, el ruido de los autos que pasan a cuentagotas como la humanidad, ese galimatías extraño de desandar lo andado.

Pude haber follado con la extraña, un polvo abrupto y caluroso como un disparo, su frondoso sexo vegetal, la clásica entre deber y placer (de hecho, follar es como el oficio de conserje: se trata de entrar y salir, abrir y cerrar), el calefón solo era un telón de fondo, el gas pudiese haber generado un clima melodramático y excitante, pero algo me empuja, me empuja a dejar de creer y caer en la mancha de lo cotidiano. Después de todo, aquí abajo, sí, tengo la ínfima y maravillosa ilusión de recorrer el espacio prohibido de sus cuerpos y sus vidas, ese voyerismo a la inversa. Usted que recibe mi turno puede ser mi aval, mi testigo de fe, la fe carece de causas, ya lo decía, comienzo a creer que el mundo es un lugar menos redondo y que cada persona nueva se asemeja a una puerta, a un espacio perverso que espera ser abierto y cerrado como si fuese un envite auto indulgente.

Creo también que el jefe no acostumbra a llamar muy seguido, una especie de fantasma que custodia mi ausencia, y mis días y presencias acá son tautológicas. A veces me multiplico sin siquiera ser percibido. El salón como una suerte de laberinto psicológico. No diría lo mismo si viniese el fascista del 801, aquel romano que inmutable ve en su invisibilidad un signo de nobleza y poder, pues mi condición fantasmal a sus ojos representa lo inverso, siendo que en la práctica cargo con el peso de todas sus conciencias y sus traseros; y los judíos del 401, personalmente no le recrimino al caballero Hirnheimer tener de esposa a semejante momia travestida que rompe sistemáticamente las reglas del juego del conserje, atribuyendo la necia obligación de sacar a pasear al perro gratuitamente, incluso con la exigencia de revisar si arrojó o no a la intemperie sus respectivas fecas y orina (solo falta que reclame el estudio minucioso de la textura y aroma de su mierda), pero sabes bien que ese perro algún va a morir o saldrá corriendo, y todos los conserjes del mundo cruzarán las grandes alamedas y mi pecho se inflará de orgullo. Sí, lo siento, no acostumbro a filtrar lo suficiente semejantes maquinaciones, de nuevo, el agua no estuvo demasiado hervida, insisto en el insomnio como pena capital. A eso me refería con el triángulo inverso, ¿ve? Solo era el café amargo de por acá, el azúcar ya ha mutado en mis venas, y hasta mis palabras destilan ebria torpeza, candidez, alucinación: trabajar acá equivale a custodiar la muerte.

Quizá deba pensar en un mañana, me refiero, ya sabes, las cosas a largo plazo, proyectos, ideales, algo por el estilo. Creo que uno no debiese dedicar cada minuto de cada segundo de cada paso en este primer piso a un ejercicio compulsivo y patológico de análisis gratuito, viendo cómo todo pasa y, paradójicamente, siendo quien permite que el resto pase y uno se quede donde está. Pienso en las cuatro cabezas del 301, tamaño ideal de nido familiar, solo de aquellos que los padres inconscientemente siembran como si fuesen el gran mito humano, el relato del bienestar y eso llamado felicidad. No sé, a veces me contento con cargar en mi cabeza con cada uno de sus sucios deseos. Las fantasías se vuelven cada noche más figurativas. Veo en los canales secretos la idea de mi sublimación. Hubo una vez en la que pude escuchar cómo una pareja era feliz en el ascensor, y nunca creí posible semejante excitación Ese es otro privilegio: escuchar. Ahora mi oficio denota otros dos sentidos a sus placeres. Tengo entendido que puedo alegar a mi favor, en caso de algo que atente con la seguridad de mi ostracismo diligente y a puertas cerradas.

Me pregunto si una de aquellas no habrá fantaseado con el conserje, ese ente de mirada aguda y presencia un tanto irritante, pero, por ello, una bizarra mezcla de peligro y protección. Acaso no sonará más emocionante aguardar siempre abajo en la morada, mejor dicho, el antro del observador latente, y bajo un acto automático, sumirla en ese adentro impenetrable, presa de aquello que la vigila caprichosamente y por quien debiese sentir complicidad ética, al menos algún ápice de conciencia sobre el deber que implica abrir y cerrar puertas a diestra y siniestra; o, por otro lado, abandonar la zona de confort y acudir pisos arriba, arrojar ese peso, dejarlo tan hondo como sea posible, extraviado en algún cajón o cuarto de llave inexistente de dueño imposible, acudir y consentir los vicios de aquellas chicas arribistas que desearían semejante acoso y aventura como una excusa para saciar su infinita vanidad y consentimiento barato. Pero digo que aquello que se desea puertas adentro resulta más oscuro que la propia noche de afuera. Puede ser el café, sin embargo, no he tomado en serio la ética de todo esto, más aún, la moral que sigue al acto de permitir que otros acudan a un espacio ajeno.

¿Suena esto a filosofía barata? Señor nochero, un conserje no habla mucho, pero sí observa lo necesario, ¿No es así? Nada que decir respecto al mañana, (para un conserje como yo no hay mañana). Otra vez, el tiempo acá cae y responde a la gravedad de sus pestañas. No hay planes para un guardián, solo la perpetua, ignominiosa y perenne espera por sí misma. De esto no se debiese hablar, otra ley dice que es preciso saber callar, y el maldito ente de las llaves lo sabe bien, él puede perfectamente no estar y lo sabe demasiado bien, todas las ratas guarecidas en sus madrigueras, allá arriba, lo sabe a la perfección. Pero usted parece no estar convencido, continúa con su lamentable espectáculo mental, su ejercicio retórico que pende de un hilo negro en la acción, ¿Qué acción? ¿Se trata acaso este negocio solo de una cuestión de acción o pasividad? Ya lo creo que no, para mí, es mucho más difícil que simplemente estar ahí, y que simplemente representar esta cómoda máscara y este horrible disfraz.

La sinceridad, en estos casos, resulta un ejercicio trágico y deshonesto. Más valdría que la verdad permaneciese en un cuarto sin llaves y sin dueño, y al diablo, que mi trabajo no es decir la verdad, sino custodiar una gran mentira. SABER MENTIR: esa es la diferencia entre alguien como tú y yo. Vigilar no ofrece garantías, socializar no ofrece garantías, escribir no ofrece garantías. Todo el tiempo estamos apostando, nadie ata ni nadie va a estar ahí, cada quien procura mantener su trasero donde corresponda. Solo sé que aquellas puertas, de alguna u otra forma, tarde o temprano, van a ser cerradas. Y sí, mi cabeza ha permanecido demasiado abierta.

En ese preciso instante, en que tocan al timbre, Cerda del 601 ingresa por el portón y se estaciona levemente a tientas de que fuera recibido por el ente de turno, mientras debía atender a la señorita de la puerta, que resulta ser su hija. Entonces ella se aproxima con una leve mueca:

-Gracias por el favor-, me dice, a lo que respondo sonriendo.

–Es mi trabajo-, y ella, al ver la puerta, avanza un par de pasos.

- ¿Y la puerta no la cierra usted? -, pregunta

–Se cierra sola, es una puerta amable-, le respondo y se marcha, riendo con una sonrisa afectada, hacia el piso de su padre, y el viejo Cerda, ex presidente de la llamada “Junta de vigilancia” (una clase de secta reservada a la gente importante tan metafísica como invisible) comenta de paso: -Me alegro que tenga tanto por hacer-. Y así me doy cuenta que ninguna maldita puerta jamás se cerrará por sí sola.


2

 Más de dos años de conserjería, y escribir se vuelve vigilar, estar dentro y no estar a la vez, escritor como guardián subordinado de una propiedad ajena, extraña. Las voces de los moradores son ecos, y solo ellos pertenecen, y quien escribe solo traduce, sin estar, los hace presentes, procura la existencia patética de esas voces, a cuestas de la suya propia. 

Escribo esto al mirar las cámaras, las manos dejan que la llave escriba. Otro símbolo a la mano: la llave del conserje como el lápiz. Así como el obrero tiene herramienta, el que escribe, el lápiz, él tiene la llave, abriendo y cerrando la puerta para esas voces, destilando tinta sobre tierra de nadie, como ahora mismo, con un concepto de libertad semejante al del rey árabe en el desierto, el laberinto borgiano. He ahí la más inocente de las ocupaciones, a decir de Holderlin. 

Todas las cosas parecen dignas a ser abiertas, pequeñas cerraduras vivientes a la mirada de este romanticismo. Donde se cierra la llave, comienza la palabra; donde se abre, termina. Envidio la síntesis aforística del tao, en este sentido. Puertas adentro, uno experimenta una libertad desértica, el laberinto del ermitaño que cuida al escribir un mundo que no le pertenece para nada. 

El minotauro se asemeja mucho a este oficio: una maldición y un extraño privilegio. Sin embargo, publica esto sin otra expectativa que la ficción, esperando que exista un lector, Teseos afuera de este nicho, visitantes, que sin identificación irrumpan con su estocada interpretativa, sin otra expectativa que la extranjera ficción ¿será este oficio la frontera maldita y necesaria entre la escritura y la vida? 

Más que la biblioteca de babel, el desierto bolañiano, la carretera beatnik, en la conserjería te pagan por un estar ahí heideggeriano, practicando una meditación cuasi budista, sin dejar de ser categóricamente terreno. El ojo que observa de Orwell, puertas adentro, fuera del mundo, bajo él, te pagan por leer lo imposible de leer fuera y por escribir como escribo en las noches o como escribe el conserje creyendo escribir, mientras el asiento religiosamente sopesa el calor visceral de estas palabras, y con el café filtro las voces exactamente sobre mi cabeza, diez pisos, sobre mí. 

Cuando se comienza a ejercer de este modo la verborrea uno se siente estoico en el edificio de la lengua. Uno parece que trabaja en ese edificio permitiendo que otros entren y salgan sin participar más de ese acto reflejo. El hecho de la aventura conserjera condensa todo un itinerario textual, fantasmal, de escritura en el limbo, y siendo pagado por ello, pagado por multiplicar la ausencia, por un simulacro de espectro, por custodiar presencias que no me pertenecen y no me incumben, y qué más da: vigilo y escribo.

Con un amigo que también le hace a la conserjería (como si fuera un mercado negro), decimos siempre: esta es la verdadera pega kafkiana, aquí la burocracia ni siquiera se asoma, la nada es como el aire que respiras al entrar, el mal como una página en blanco de las bitácoras de novedades, diarios que el conserje debe escribir y no le pertenecen, multiplicando la repetición de lo que no se escribe. Cero novedades. 

El colega decía que en el edificio de Con Con donde trabaja los domingos (día idóneo para ejercer este oficio de monje tibetano) existía un acta de “novedades” que risiblemente no presentaba novedades desde 1996, solo un gran libro donde sistemáticamente solo aparecía la frase “sin novedades” todos los días de cada año. Otra anécdota del mismo colega fue un comentario del jefe al debutar: "¡Usted es el dueño del edificio!".  Después de pasarle la llave maestra (la que abre todas las puertas del edificio, inclusive las que no se pueden abrir), eso lo descolocó. Era una mezcla armoniosa y bizarra, al mismo tiempo, de poder y de esclavitud. Tenía acceso a todas las puertas, mas su labor no consistía en abrirlas. 

Cuando le conseguí la entrevista con el jefe, en el edificio de 2 Norte, hubo todo un protocolo digno de maniobra siciliana. Había que llamar dos veces primero al jefe, luego al conserje que esperaba, y ya dentro, sorteada la tensión y el preámbulo, el jefe replicaba, como maestro zen: “enséñele a su amigo en qué consiste la conserjería”, apuntando al asiento desocupado y al cuarto del fondo para qué le sirviese un café. 

Entre risas internas, yo pensé: este es el oficio del Tao. Todos los oficios y ninguno de ellos condensados en ese asiento y en la taza de café. En esas cavilaciones laboriosas del conserje se sintetiza todo el canon: el Quijote, Dante, Lord Byron, Kafka, Beckett. El conserje reúne el absurdo, la burocracia, el romanticismo, el infierno y el puro ideal, en un solo tiempo, en un solo espacio. En esa pura anécdota se consume el hábitat de la escritura desde adentro, se viene abajo el edificio de la lengua, paradójicamente, a raíz de escribir sin escribir. 

Aquí escribir es renunciar, es dejar tinta en el acta vacía como apología del vacío, y el anti testimonio de la completa redundancia de cada uno de nosotros, simulando que escribe y que trabaja y que funciona. Hay una frase de protocolo al explicar lo que hago: me pagan por leer, que es como decir, dinero fácil ¡Ojalá fuera así, realmente! “Sin embargo, tienes vista privilegiada al Océano Pacífico. Yo, en cambio, a la calle”, le dije al amigo colega. “Sí, claro, puedo fumar, puedo leer, puedo simplemente respirar y suspirar, y anotar de cuando en cuando “nada nuevo bajo el sol”, con todo el tiempo del mundo y sin que ese tiempo pase, y ser remunerado por todo eso ¡Como vivir de la literatura!”, respondió, muy lúcido sobre su oficio tortuoso.

A propósito, todo aquel que desee escribir su próxima novela, alcanzar el clímax mediante el letargo trascendental, oír cahuines de ascensor y ser remunerado por esas horas muertas, esos domingos de resaca e insomnio, envíe curriculum.

Cuando Lihn habló en su Diario de muerte: “No hay nombres en la zona muda”, uno puede argüir, a estas alturas, que no se refería ni por asomo ni al lenguaje ni a la escritura ¡Hablaba de la conserjería! Que es como hablar de toda esa mecánica, visceral, maravillosa escritura, pero sin ella ¡y siendo pagado por ello!

viernes, 9 de agosto de 2013

"Avatar" y "Soy Leyenda": el espíritu baconiano al servicio de Hollywood

En uno de esos arranques de despropósito volví a ver la película "Soy leyenda" protagonizada por Will Smith, arrastrado a ese morbo común del escenario apocalíptico, el del "fin del mundo" hollywoodense. Lo hice con la intención de digerir el halo de redención y de esperanza remota que imprime, que en este caso, al menos, no deja entrever tan groseramente la auto referencia yanqui. 

Uno tiende a creer, con estas últimas clases de películas, que va a existir una suerte de reivindicación, de cierta moral flotante que pareciera inundar el espíritu del palomitero promedio, luego de visionados del calibre de Día de la Independencia y de 2010; de que una suerte de revitalización moral "new age", plena de optimismo efectista, pueda subsanar semejantes apologías de la estúpidez y la banalidad. 

En Avatar, por ejemplo, uno ve más que una metáfora entre ecologistas y explotadores, una lucha simbólica contra los científicos baconianos. “La naturaleza debe ser obligada a servir, reducida a la obediencia y esclavizada, para extraer, bajo tortura, todos sus secretos”, decía Francis Bacon. Vemos cómo James Cameron se alza cual estandarte de este espíritu, desde la lectura estricta de la película, siendo la estrella de rock de las nuevas groupies ecológicas anti capitalistas, siendo asimismo quien capitaliza con los millones y millones recaudados del celuloide su visión anti baconiana. Algo extraño empieza a rugir desde la pantalla plana de estas mentes. Algo más que el mero efectismo que mascamos entre palomitas de maíz en la oscuridad y captamos por sentido común universal.

"Soy leyenda" por su parte, trata de un escenario crepuscular donde la mayor parte del mundo se ha convertido en criaturas bestiales, y Will Smith pareciera ser el último sobreviviente, y quien contaría con el conocimiento sobre el antídoto. Una suerte de elegido, a decir de Campbell, el humilde científico llamado a convertirse en héroe, casi una encarnación de Prometeo, con el fuego de la ciencia que redimirá al humano de su precipitada auto destrucción. 

La lectura embargada del elemento mítico que pareciese evocar, y del correlato moral que plantea, en la figura de este agente solitario, cargando con el peso de la humanidad en sus hombros, sobreviviendo a costa de la sombra de lo que fue su mundo, posee un alcance más fronterizo y audaz todavía, y es que, al contrario de la trama superficial que ve en el virus el detonante del conflicto, es preciso comprender que el antídoto tiene un potencial problemático más hondo y elevado. 

Pienso en el antídoto que desesperadamente busca probar el Dr Neville, y no puedo evitar pensar, casi al unísono, en la dimensión inconmensurable de la ciencia, en el sentido de que esta se manifiesta casi como un "deus ex machina", en forma de metonimia oscura a través de pequeñas panaceas para la pobre humanidad en crisis, provocando muchas veces esas crisis para luego paliarlas en forma de hazañas científicas. De hecho, se exagera tanto que es considerada "la" Ciencia, como si el conjunto de relaciones que la conforman permaneciese oculto y solo se manifestara en una positiva fuerza encausadora de los destinos de la humanidad. 

Resulta, a su vez, una de las metáforas del espíritu positivo: El Dr Neville como el héroe que resguarda en su máscara de mito el poder material de la ciencia (chivo expiatorio a modo de Prometeo o Cristo), el pensar epistémico al servicio de la conservación biológico-vital, como si el gran espectáculo de la tragedia humana y la hecatombe moral sirviese de conejillo de indias para los agentes de esa Ciencia, y todo el dilema existencial se condensara en su lectura más biológica, más orgánica posible

Menos platón, más prozac; diazepam para el letargo sicosomático; adrenalina para la indiferencia; anestesia para la fuerza irracional; panacea antídoto contra el virus. Y así como Hollywood se alimenta de la ciencia para su imperio, la ciencia se alimenta de la entropía.

lunes, 22 de julio de 2013

La Verdad. Sobre “Prejuicios e ideas hechas en Peirce” de Jaime Nubiola

La Verdad. Quizá su atractivo resida precisamente en su distancia. Su mera condición de amor platónico, en la cual el sentido de búsqueda es placentero en su inmanencia, y no tanto por una trascendencia, que a ratos le resta el encanto propio del deseo y la aventura. Me refiero a esta analogía, en relación a la concepción de verdad postulada por Nubiola, quien pareciera seguir en una línea socrática, en un rescate de la verdad en cuanto revelación, descubrimiento, investigación. He de ahí la visión clásica de las ciencias como empresas hacia la verdad. En este punto, Nubiola identifica un gran problema: la división irreconciliable hoy día entre la dimensión científica y humanista del saber. Producto de esa división, se han generado, desde el punto de vista del autor, muchos de los prejuicios que coartan y estancan el desarrollo libre y creativo del conocimiento humano en todas sus aristas y facetas, máscaras posibles. Es este el problema que derivó, a mi modo de ver, en la endémica especialización del saber, que no ha hecho más que potenciar la dicotomía entre ciencias naturales y las llamadas ciencias humanistas, incluso llegando a generar conflictos y rencillas entre ellas producto de su lucha en la conquista de la verdad, que se traduce más bien en una lucha de egos, en un iluso “gallito”, una vulgar demostración de voluntades y poder.

Nubiola, sobre la necesidad de reconciliar el carácter universal y clásico del saber en todas sus dimensiones, o sea, la idea de un saber holístico, de la vieja escuela renacentista, el verdadero despliegue de las potencias creativas del hombre, se refiere a algunos conceptos interesantes, que funcionan como tentativas o apuestas para enfrentar el problema mencionado. Sobre la urgencia de resolver los prejuicios e ideas hechas en el ámbito investigativo de la ciencia, señala que estas fundamentalmente bloquean la misma posibilidad de la enseñanza y el aprendizaje, y fomentan en cambio prácticas cerradas, unilaterales, homogeneizantes, de parte, en este caso, de los sujetos del conocimiento. Al respecto, es posible destacar la asociación de los prejuicios con el sentido común. Generalmente el génesis de las ideas hechas resulta de una suerte de convención social que se reproduce sintomáticamente dentro de una o varias comunidades. Puede eso sí que dichas ideas hayan resultado útiles en su momento, pero, al cristalizarse, al perder su carácter abierto a la experiencia, a ese espíritu propiamente científico, de acuerdo al autor (y, además, en referencia a Mario Bunge), imposibilita precisamente el anhelado proceso hacia la verdad, originario de la ciencia en su estado primigenio. Aquí el autor opta por una práctica ecléctica, auto crítica, autodidacta del ejercicio de saber siempre desde la concepción del sujeto de ciencia, la cual se puede considerar, como ejemplo, en la intención del proyecto ilustrado promulgado por Kant, en el sentido de practicar la razón y alcanzar la ansiada “mayoría de edad” del hombre, solo que con un optimismo algo iluminista que caracteriza y sobresale en su empresa de investigación (o seducción) de la verdad. 

Sobre la articulación o el posible compromiso ciencia-literatura, Nubiola especifica que la cuestión del avance y la metodología científica debiese apuntar o reconsiderar el papel de la creatividad y la imaginación humanas. O sea, volver a pasar por esos filtros hasta destilar conocimientos más frescos. En esta comparación metafórica de la ciencia como creación literaria, entendidas las ideas como obras o, mejor dicho, “criaturas” del intelecto humano, se pueden interpretar dos cosas. Primero, una cierta reinvención de la figura del científico más como un creador de ideas, una apuesta hacia el ejercicio de la experimentación, la teorización y deducción como juegos de la mente y de la experiencia con características creativas, aunque no por ello menos rigurosas y sistemáticas. Segundo, si bien el autor redime a la actividad científica de sus pesadas cargas semánticas pragmáticas, no deja de cometer errores de cálculo, porque inevitablemente la actividad científica y la creación literaria no apuntan hacia lo mismo, a pesar de ser ambas manifestaciones de la creatividad cognitiva intelectual. Es una lección de filosofía señalar que la ciencia se ha empeñado fundamentalmente en escudriñar la verdad mediante la intervención en la experiencia con la naturaleza, los seres y las cosas (hablar de realidad en este caso resulta un tanto ambiguo), intentando mediante ese método remitirse exclusivamente a esa verdad particular, por lo cual sus creaciones, sus ideas, hipótesis, experimentos, solo pueden ser producto de la confrontación de esa verdad con otra verdad anterior (allí entran los viejos paradigmas de Kuhn). En cambio, la creación literaria lo que hace y ha hecho, incluso desde la concepción mimética de Aristóteles, es representar, no escudriñar la verdad, sino que imitarla o, en la actualidad, “recrearla”. He de ahí el concepto de ficción, velo que permite la revelación de tantas verdades como obras puedan ser leídas o escritas. Por ende, la verdad no es la verdad, sino, más bien, verdades presentadas como ficción, como versiones particulares, como imaginarios, como representaciones, criaturas, no en función de la verdad sino que como verdades en sí mismas. 

En resumidas cuentas, 1 las creaciones de la ciencia se hallan subyugadas a un enfrentamiento de una verdad con otra, en busca de la verdad; las creaciones de la literatura, por su parte, son verdades en cuanto son creaciones. Y 2, dado que la búsqueda del conocimiento puede derivar, desde la visión científica esbozada por el autor, en una suerte de coqueteo con la verdad pretendida como universal, se ha insistido sistemáticamente, a través de un cientificismo moderno, en una visión optimista, en una inclinación hacia un progreso indefinido con altas dosis incluso de fe sostenida en que esa travesía hacia el progreso y la verdad absoluta tienen un fin que culmina con su encuentro y su conquista. Nada más alejado de la visión romántica y trágica de la verdad en cuanto instancia catártica. Es necesaria de ese modo una redención artística de la ciencia. Una sublimación de su todavía latente materialismo. 

Por ello, la literatura ha cobrado más una perspectiva de lo que sería la Verdad: pura tragedia, caos, incertidumbre. Son paradigmáticos los casos de Hamlet y Edipo Rey, en los cuales la Verdad tiene consecuencias si bien reveladoras, por eso mismo nefastas. El conocimiento se convierte en la tragedia de sus personajes. Nunca el acceso al conocimiento, por ende, la revelación de la verdad conlleva a la plenitud. Cuando Hamlet se entera de quien fue el culpable de la muerte de su padre, o cuando se le revela a Edipo que él asesinó a su padre y se casó con su madre, constituyen ejemplos de que si considerásemos a la Verdad en cuanto revelación de lo real o en cuanto categoría absoluta, no haría más que descubrir la dimensión más incomprensible de la existencia, la cual no obedece a otra lógica que el destino ni conduce a otro camino que a la muerte. 

Nubiola concluye, por otro lado, señalando que es posible evidenciar el concepto de verdad en cuanto consenso colectivo. Se destaca la dimensión y el cariz social que otorga a la verdad y su definitivo carácter particular. El autor habla de verdades intrínsecas a diversas comunidades. Habla del carácter comunicativo de esas verdades. He de ahí que es posible reconsiderar a Sócrates en su concepción dialéctica. Hegel postulaba también a la dialéctica como una legítima vía hacia el conocimiento en cuanto se establecía en el diálogo con los otros. Es iluso, por tanto, creer que la búsqueda de la verdad constituya un paraíso o un tesoro del arcoiris que es preciso robar. Se trata, como decía el autor, de comunicar las verdades, en plural, de socializarlas frente a los otros, en las distintas comunidades discursivas, científicas, literarias, etc, frente al público, donde fluyen los discursos y las palabras. Y quizá sea esa la paradoja: la incapacidad para comunicar la verdad, la impotencia del lenguaje (ya sea verbal, abstracto, numérico) para expresar o desentrañar por completo lo indecible. No hay nombres en la zona muda, decía Lihn. Y es la tortuosa obra del científico y el trabajo estéril del poeta, quienes apuestan en la seducción por un pedazo de cielo, de mundo o de nada.

lunes, 15 de julio de 2013

Plan lector



En una de esas fantasías trasnochadas que surgen al leer planificaciones y libros de clases (corpus literario del profesor promedio) se me ocurría que la lectura no es sino otra cacería de si mismo, otro placebo con su propio efecto y causa en sí. Quizá subrepticiamente se sepa esto a nivel estatal y los libros sean considerados sustancias ilícitas generando una especie de magnetismo que, al contrario de otras drogas, se vuelva cada vez más inmaterial hasta el punto de convertirse uno en un fantasma teatral, digamos que tus amigos, tu pareja, tu familia, inclusive tus padres te dejan, al consumir (o sea, al leer) te vuelves cada vez más invisible, pero provocando en ti esa suerte de suspenso indefinido y visceral que es el sexo o la muerte, o, por otro lado, esa sustancia y su consiguiente lectura sea un arma altamente venérea, no en el sentido bolañiano de Literatura más Enfermedad o de una bomba anti natural como Galeano afirmaba, sino que en el nivel de una comprensión lectora tal que generase una fisura sangrante de la moral en sus lectores y adictos. Imaginemos un Chile paralelo donde exista semejante grado apocalíptico de comprensión lectora, y en el universo escolar, tópico tan de moda en la contingencia: las directoras de colegio menopausicas y con complejos edípicos que leyesen Madame Bovary caerían en grados de histeria tales que el proyecto educativo en su integridad se desmoronaría, los libros de Cioran serían la nueva sofisticación existencial del bullying, donde un grupo de pendejos déspotas ilustrados eligiesen qué páginas o fragmentos serían los más dolorosos para sus compañeros depresivos, y los profesores de prontuario dudoso y vida conyugal deficiente leerían a viva voz fragmentos de Henry Miller a sus alumnas con la excusa de integrar la lectura al curriculum, de provocar calor y erotismo a un curriculum abstracto desprovisto de cualquier clase de sana humanidad. Ideas que se le ocurren a un recién egresado de pedagogía en lenguaje, mientras pienso cómo mierda voy a pagar el condenado título.

jueves, 11 de julio de 2013

Una cita con el Stalker


Ayer fui a por una película sobre la vida de Tarkovski, en la Ratonera, actual sede Cousiño del Duoc Uc. De inmediato, entre una especie de estupor y de desvelo solo puedo concebir como real aquella parte en que hablan sobre los cuatro elementos en la imaginación del ruso. La implicación posterior es obvia: en mi cabeza rememoran con fuerza dos escenas grandiosas, y es ahí cuando intuyo los verdaderos dolores de parto que uno psíquicamente se induce como una forma de auto erotismo falsamente heroico, como si con semejante sacrificio invisible fuese a sacar algo en limpio, como si la chica que acompañé al fondo del pasillo no fuese solo un clon femenino como venido de Solaris, producto de un delirio de grandeza escondido. Entonces ella se sienta en la butaca del lado y la implicación cobra carne en los sentidos. La escena de El espejo con la casa en llamas y la lluvia comienza a tener más que un correlato místico, uno de increíble concordancia., como si Tarkovski postrado desde su cama me gritara a través de su celuloide: ella observa el fuego de tu casa y la lluvia cae sobre tu mente sobremojada, todo un maldito correlato de los elementos en esa pura ansia del instante, ahí mismo viendo la película y con la mujer al lado, uno experimenta la escultura del tiempo, el instante se vuelve decisivo y a la vez tenso, la mano incendia, la mirada llueve, la butaca se hace tierra y desear se integra al aire de la sala… entonces uno piensa que en ese puro instante se condensa un extraño cosmos cinematográfico, y paradójicamente la película se va diluyendo hasta la fragmentación, lo mismo que mi fijación mental. Tarkovski postrado es la figura precisa del escultor de tiempos muertos, de instantes decisivos a decir de Barthes, ese “punctum” en que se condensa todo el maldito querer interno ficcional y lo real que bulle desde aquellos elementos, entre nosotros como en un secreto que no necesita confesión ni siquiera conocimiento de las partes implicadas a merced de la posibilidad. 

El hecho es que una de las dos mejores escenas del cine ronda en mi cabeza y son la matriz de esa posibilidad: la casa incendiada como ya mencioné, como si en ese momento nuestras miradas la hubieran encendido, y la escena del monologo del Stalker, quien resentido por la falta de fe del escritor y el profesor, les dice que adolecen del órgano de la creencia. Esa fue la revelación del momento, ese fue el karma que en ese momento me interrogó, y todo el lejano oriente hizo eco en esas circunstancias con sus aforismos. La comunicación con la chica como una especie de justo medio: previo a la película, guiar a la iniciada a la sala de cine, durante, la realización del misticismo, y después, ser guiado fuera de la sala y del celuloide, de nuevo hacia el pavimento de la realidad pero con la experiencia de la “zona” de flirteo y de las miradas que queman el confort interno. Aunque, sin dejar de considerar que uno mismo puede volverse un Stalker cada vez que invita a una chica al cine, casi con el silencio como mediador (como si el contacto fuese mediante aforismos), por el simple hecho de que en esa Zona, los visitantes a la sala donde se cumplen los deseos generalmente no dejan de tentar lo previsible y anecdótico, y casi siempre se vuelve al punto de partida, y tanto uno como la visitante se preguntan qué diablos pasó allí adentro, donde está la magia perdida, existe siquiera magia en esa Zona más allá del acto voyerista y de la escultura del tiempo erótico y sensible. La visitante se despide calurosamente, la Zona continúa líquida, expectante, y vuelvo a ser guardián, en un arrebato como el del actor que hace de Stalker, me digo a mi mismo si en alguno de esos instantes mágicos no habré extraviado o atrofiado el órgano de la creencia en el encanto y la pasión.