Cuando
pensaba en arte contemporáneo, solía establecer dos figuras como casi
antagónicas: Picasso y Duchamp, en términos del gesto e implicancias de
lo que ellos entendían por la experiencia artística. Y siempre terminaba
tomando predilección por Duchamp, el genio invisible, el tao
personalizado, la honestidad hecha hombre, el silencio encarnado, (y por
consiguiente, su distancia del "arte" entendido
como tal para abrazar el ajedrez como juego de la inteligencia), en
desmedro de Picasso, que vendría siendo el genio ególatra, un
equivalente al avida dollar (máquina de dinero ) del que hablaba Bretón
con respecto a Salvador Dalí. Hoy he llegado a la idea de que estas dos
figuras actúan como símbolos de potencias artísticas más bien
dialécticas: el hambre desmedida de apariencia y la voluntad de
desaparición. Dice Vila Matas: "Creo que en mi vida han chocado al menos
dos tensiones siempre: afán de alcanzar cierto reconocimiento público
de mis trabajos literarios, ser ‘alguien’ en la vida, conviviendo todo
esto con una contradictoria pulsión radical hacia la discreción; la
necesidad de estar y la de no estar al mismo tiempo, y también la
necesidad de escribir, pero a la vez la de dejar de hacerlo, y hasta la
de olvidarme de mi obra. Todo esto ha guiado mis pasos obsesivamente en
los últimos tiempos: esa contradicción entre querer seguir escribiendo y
desear dejarlo. Ser el activo Picasso y producir todo el tiempo, pero
también ser el inactivo Marcel Duchamp, y prodigarme lo menos posible, y
hasta quitarme de en medio –suicidarme o desaparecer". Uno puede intuir
y hasta sentir en carne propia esa tensión, en materia de ficción e
inclusive como actitud vital: ser siempre la máscara de otro, pero al
mismo tiempo abrazar el silencio y la desnudez radical de su ausencia.
Pese a ello, creo que uno en todos los casos acaba por inclinarse por un
lado de la balanza en desmedro del otro, y es el lado que uno intuye
como verdadero, es decir, el del silencio y el de la renuncia honesta,
el que permite afirmar que Duchamp gana la partida, sin alarde de un
jacque, una jugada invisible: «Les he tirado a la cara el estante de
las botellas y el orinal y ahora los admiran por su belleza estética».
(Duchamp) Esa es la verdad. Aplicar la navaja de Occam hasta rasgar los
velos del ego y la vanidad, de lo superfluo por material hasta dar solo
con la médula orgánica, el gesto primigenio, la consigna dadá: crear
destruyendo, desparecer en esa creación destructiva, saberse
destructible en ese gesto, y saberse renacido por ese gesto (los
dadaístas pensaban como orientales) y solo así el mundo puede ser una
obra, excéntrica y viva.
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