martes, 20 de diciembre de 2016

Conversaba de vez en cuando con su pareja de fantasía, acerca de la posibilidad de crear un mundo atemporal en donde solo ellos con sus hijos pudiesen ser eternamente felices. Según él, ella le decía que lo había leído en una novela decimonónica, adaptada de manera elegante a nuestros tiempos frenéticos. Lo que no sabía era que ese mundo del que tanto hablaban solo era posible en una especie de sueño demasiado inverosímil, en la laguna de algún cuento de hadas vencido por el tiempo y su antimateria. Volvía entonces resignado a la resaca de su tiempo libre, casado con la soledad, teniendo por amante nada más que su promiscua imaginación. En la ventana de su habitación se dejaban reflejar, de forma intermitente, como en una suerte de réquiem, las luces del árbol de pascua del vecino.

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