Los sueños son en realidad recuerdos de un futuro ya sucedido.
Juan Rodolfo Wilcock.
Cuando despertó, el Duermenauta todavía estaba allí.
Ni realidad ni mentira, el sueño es ese velo misterioso que nos recubre las sienes cuando nos echamos a dormir. En aquel interregno la lógica racionalista pierde espesor, o acaso —postulan otros—, otra nueva, como los laberintos de Escher o la geometría no euclidiana, es la que se toma el timón. Razón o sinrazón, lo cierto es que en la vigilia tenemos todos los elementos para discernir lo real de lo imaginario. Si usted abre una puerta y un cielo rojo cae a sus pies, dudará de aquello, pero en un sueño no ¿Por qué? A ciencia cierta no tenemos idea, y lo único que queda es especular. No obstante, cada época tiene sus interrogantes y usos del sueño.
En la antigua Grecia, existía la “incubatio”, y aunque parezca sacado de una mente delirante o de un tratado de ciencia-ficción, era una técnica para recibir poderes desde el más allá: hubo un culto a Apolo y Asclepio que implicaba sumergirse en profundas cuevas, lugares sagrados donde el iniciado se refugiaba en la oscuridad para recibir sueños, otorgándole al soñador no sólo una visión nueva de la realidad, sino que conocimientos aplicables a la medicina o incluso las leyes. El proceso era acompañado por los “iatromantes”, sacerdotes que utilizaban herramientas para conducir el espíritu de los iniciados. En la Alta Media, la actividad onírica podía revelar fundamentos doctrinales, contenido revisado por autoridades eclesiásticas; no olvidemos que la catolicidad principalmente vía Santo Tomás desarrolló una poderosa racionalidad: había que descartar que la voz o experiencia oída en sueños no fuera obra del Malísimo que buscaba infundir desorden y caos en los corazones de los soñadores.
Natalio El Confesor se salvó de la hoguera, pues primero dijo que Cristo no era divino, pero luego soñó que un grupo de ángeles lo azotaba durante toda la noche por herejía. El sueño era una suerte de segunda vida, y algo de razón hay en ello, pues de las veinticuatro horas que tiene el día, por norma general le destinamos ocho horas a dormir, alrededor de un tercio, lo que a la postre, significa que si usted lleva cuarenta años en este mundo, le ha dedicado trece años y cuarto a la actividad de tumbarse en la almohada. Pero hay que ser precisos: de las ocho horas promedio en que se duermen, no solemos pasar de cinco a veinte minutos lo que verdaderamente soñamos. Esto es complejo de determinar, porque cuando despertamos, lo que queda es una suerte de residuo de una larga película vista y oída; el sueño se organiza a través de fases cíclicas de noventa minutos, y es solo en la fase REM (Rapid Eye Movement, o Movimiento Rápido Ocular), cuando los sueños se producen.
Algunos científicos aventuran que soñamos de tres a seis veces por noche, y que el noventa y cinco por ciento de lo soñado se olvida al despertarnos. Y de ahí que la analogía de la persona que se ha pasado durante una o dos horas viendo una película, cuando sale de la sala solo se queda con un residuo de la película: el inicio, cuando los personajes se conocen, la irrupción del villano, el final apoteósico, etc. A menos que seamos Funes El Memorioso, en verdad no podemos retener cada fotograma y diálogo de la película, y probablemente dentro de nuestra cabeza tengamos un cinematógrafo incorporado que a través de una combinatoria que aún no podemos explicar, hechos de nuestras vidas se recombinan con nuestros miedos y deseos in-confesados, creando una verdadera locura ahí arriba, en la azotea de la cabeza, maquinita que en último termino es manejada por la imaginación, “la loca de la casa”, como bien dijera Santa Teresa de Jesús.
Sin salirnos del eje materia-espíritu, para Freud los sueños no eran más que sublimaciones que podían explicarse de manera clínica; en contraposición, Jung afirmaba que en los sueños se manifestaban arquetipos universales que descansaban en la raíz de una suerte de memoria filogenética universal o inconsciente colectivo. Esta última idea se remonta a creencias cristianas del Antiguo Testamento, en las que los sueños eran considerados como indiscutibles mensajes celestiales, por ejemplo, el sueño de Jacob con la escalera y los ángeles en el Libro del Génesis, capítulo 28, versículo 12; o el sueño del rey Salomón con Dios donde le pide sabiduría en 1 Reyes 3, Primer Libro de los Reyes del Antiguo Testamento
Esto que hemos escrito para Onirómano de Salvador Galindo, funge de frontispicio, mera introducción a una cantera infinita de posibilidades inciertas. Cada entrada de su libro es un registro onírico, de sueño inventado o no, que dialoga con el espacioso mundo de Helios, Omnio, Morfeo o de los ángeles. Siempre en primera persona, siempre el yo cálido y personal; a veces nos encontramos con apuntes, muy breves, que parecen ser una nota al pie de un registro que desconocemos; otras, roza el anecdotario o la mera descripción; en otros se vislumbra la forma del cuento o incluso de la crónica.
Hay cierta vocación renacentista en nuestro autor, de no encadenarse a un género, y cual ramillete de rosas, cual florilegio poético o selva lírica, se expande en la temática onírica con las más variadas formas existentes. «Todo lo que logró imaginar parecía otro truco de la mente, del corazón», afirma uno de los narradores, con pulso firme, para encontrarnos en otra zona la siguiente frase: «A veces un sueño es el comienzo de algo o solamente el estribillo de alguna canción perdida». Corazón, mente, truco, canciones.
En un hipotético viraje de la carrera de la controvertida y talentosa Mon Laferte, el libro nos relata el encuentro de un soñador con ella en un sucucho viñamarino para proponerle un paso más en su carrera: en vez de escribir canciones de vocación pop, podría adentrarse en los terrenos del rock progresivo. En otro tramo, aparece mencionada la canción Dreams de The Cranberries que, con su dulce voz, Dolores O´Riordan nos dice: «Oh, my life is changing everyday/ In every possible way/ And oh, /my dreams It's never quite as it seems/ Never quite as it seems». Si leemos esto con el fondo musical de los irlandeses, notamos que más que una declaración o manifiesto, hay un desgarro, una herida: sabemos que con los años y la vejez, la monotonía y el abismo del vacío crecen sin detenerse, y el mundo con los párpados cerrados más parece una alternativa, un ancla para no hundirnos en esa vorágine, que un lugar específico donde todo lo que soñamos se cumple.
Y cuando lo que deseamos se cumple, la potencia del sueño no deja de generar su propia paradoja: ¿No es a veces más brutal despertarse de un sueño perfecto que de una horrible pesadilla? En estricto rigor, salir de la pesadilla para constatar que todo está bien es un alivio, pero salir de un mundo onírico ideal en el que por fin vencimos al dragón y conquistamos el tesoro, puede ser descorazonador, porque la realidad no está ahí para ajustarse a nuestros deseos, sino que para someternos. Y ese es otro gran tema de Onirómano: el sometimiento. Si hay algo que puede hacer un soñador es librarse de esas cadenas y abrirse paso a tajo limpio en la selvática realidad. El sueño, con su propia lógica, viola las leyes de lo existente y permite que las quimeras tomen carne, que lo no existente cobre vitalidad. Ni bueno ni malo per se, es.
Como reflexión final, nos quedamos con lo que dice el narrador protagonista de Las cuestiones más extrañas, atreviéndose a responder esta pregunta: ¿en qué son más parecidos sueño y vida? La voz del escrito concluye en que muchas veces no sabemos lo que nos tocará, y no nos quedará de otra que enfrentarlo, cual quijotes, o morir como avestruces, con las cabezas incrustadas en la tierra.
Pablo Rumel Espinoza
Escritor
V Ocasos
Cuando estamos despiertos obramos como cuando soñamos: empezamos por inventar e imaginar a un interlocutor y luego nos olvidamos de él.
Nietzsche
Infanta
Él vio a una joven poeta recitando encima de un piano. Era dentro de una especie de salón de honor. A su lectura asistían académicos y uno que otro aspirante. De repente, durante su presentación, se puso a tocar un fragmento irreproducible de alguna pieza clásica, seguramente Vivaldi, o una mezcla rara de ELP. Conforme la música avanzaba, a tientas, de forma errática, todos en el salón se iban esfumando lentamente, como si con las notas pasasen a un estado sutil. Él mismo sufrió el fenómeno, preso del éxtasis de esa desaparición. Luego, se encontró en las afueras de aquel ostentoso edificio donde había sucedido la presentación. Bajo lo que parecía la pista elevada de Avenida Argentina, una chica estaba sentada en el suelo, tapada con un andrajo. No, no era la de la performance, aunque se asemejaba mucho, y la asociación se volvía inevitable. Al verle pasar, se incorporó lentamente y sacó, entre un agujero en una columna, un objeto cubierto con una tela. Lo recibió y, al sacar la cubierta, descubrió que el objeto era una espada, una vieja espada corroída. En ese punto, él no consiguió recordar si se la llevó o la chica la reclamó de vuelta para guardarla como su tesoro invaluable, pero, al dejar el lugar, habían escritas unas leyendas con tiza en el suelo. En ellas, se dejaba leer la firma: “Infanta”.
VII
La hora del fin
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Cesare Pavese
La hora del fin
Soñó que era acusado de un delito. Tenía relación con un hecho violento. Dentro del sueño, se encontró en el patio de una casa que arrendaba antiguamente. Allí, un conocido suyo, un poeta anfitrión, le visitó y le contó algo sobre una cámara situada en una calle próxima a un local del puerto, un local muy concurrido por un grupo de escritores. En el video grabado por la cámara, se alcanzaba a visualizar a un sujeto sospechoso, de manera muy borrosa, caminando de noche sobre lo que parecía una mancha de sangre en la acera. En aquel momento, aún se investigaba la escena del crimen.
Existían varios sospechosos que concurrieron al local a una lectura poética aquella noche registrada en el video. Lo más extraño era que los investigadores le sindicaban a él como el sospechoso, en circunstancias de que aquella noche no había ido a ninguna lectura. El poeta anfitrión le explicó que estaban sospechando de todos aquellos que asistían regularmente al local. Ante esa información, se acrecentó una sensación de claustrofobia en su cabeza y se agudizó un dolor en su pecho. Alguien había sido asesinado, según constaba en las investigaciones. Aún no reconocían el cuerpo, pero todo indicaba que se trataba de una escritora que también asistía regularmente a dichas tertulias de poesía. Existían varios sospechosos, sin embargo, él era el principal, por el solo hecho de que todos certificaban su relación patológica con la occisa.
Le dijo al poeta anfitrión que él no podía ser. Este respondió que le creía, pero tenía que convencer a los oficiales. Fue así que decidió contactar a todos aquellos personajes que asistieron esa noche. Ninguno se dignó a dar explicaciones convincentes. De hecho, todos habían sido interrogados y tenían sus respectivas coartadas para zafar de su presunta implicación. Evidentemente, se estaban cubriendo las espaldas, como buen lobby, y a él le estaban dejando fuera, a su suerte. Entonces pensó que tenía que encontrar, de alguna forma, una coartada que le situara fuera de aquel lugar al momento de la lectura poética, con tal de no ser incriminado. Sin embargo, pasaba el tiempo, y sus explicaciones respecto a su ausencia en el sitio del suceso no convencieron a los fiscales, oficiando así, ante la premura por cerrar el caso, una orden de detención en su contra como sospechoso de homicidio. ―No podía ser―, dijo para sus adentros. ―No podía ser, por la sencilla razón de que yo la quería―, concluyó, mientras caminó con la cabeza gacha y las manos esposadas, rumbo a la patrulla, ante la mirada despreciativa de cada uno de los asistentes al local, que no dejaban de grabar el espectáculo de la captura del inculpado.
Rumbo al calabozo, imaginó en su cabeza el video de la cámara. En él, seguía la figura borrosa del sospechoso, se revelaba el arma del delito y se visualizaba bruscamente el rostro pálido de la escritora. En ese mismo instante, se dio cuenta que la mujer estaba viva y, en verdad, lo tenía sujeto de las esposas hacia la cama. Lo forzaba mientras lo cabalgaba, al punto de la agitación. El inculpado aún no podía entender qué era lo que estaba pasando, tratando desesperadamente de zafarse. Entonces, la escritora, pálida, fiera como ella sola, lo enredó con las sábanas y lo asfixió. El inculpado sintió cómo se ahogaba con su propia saliva en el proceso, perdiendo la respiración y sintiendo que moría. Esa mujer de ensueño -pensó- lo mataría en ese mismo instante. ―Llegó la hora―, le dijo al oído, con una voz grave y sensual. Lo hizo agitarse tan bruscamente que perdió el aliento y sintió que todo su mundo se derrumbaba a su alrededor, con la mujer invicta sobre su cuerpo inerte.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario