Mientras reviso el escritorio, fuera de la ventana se puede ver una multitud de gaviotas encima de los techos de los edificios. A veces, sobrevuelan el parque del condominio y van de un techo a otro para reunirse con las demás. No es una cuestión reciente: hace varias semanas que las gaviotas se volvieron nuestras nuevas vecinas. Sus graznidos se hacen cada vez más numerosos, cuando no se escucha demasiada bulla y no se aprecia gente alrededor. Hay detalles en esa bandada de gaviotas que resultan incomprensibles: el hecho de que se vayan con rumbo desconocido por las noches y vuelvan durante el día; el hecho de que sobrevuelen los techos sin descender, como si temieran el contacto humano (no las culpo); la necesidad de posarse en grupo aquí y no en otro recinto de la zona, ¿será que son aves descarriadas, que perdieron su verdadero espacio? ¿Será que solo están de paso por un tiempo, en estos lados, para luego marcharse sin retorno?
Aún no puedo comprender el motivo por el que estas gaviotas, aves marinas, volaron tan lejos y se agruparon precisamente en este lugar, de manera tan misteriosa. Quizá migraron en busca de alimento –basura humana, por ejemplo- y encontraron en el vecindario una zona de distribución para abastecerse y volver a los parajes costeros, de donde pertenecen. Cuando las gaviotas graznan entre ellas, de manera estruendosa, pareciera, verdaderamente, que están tramando algo o planificando su próximo movimiento con fines ocultos, vetados al intelecto. De inmediato recordé “Los pájaros” de Hitchcock. El lenguaje del cine puede ser un lenguaje alado. En la película, las gaviotas amenazan Bodega Boy con sus ataques en bandada, sembrando el caos en el pueblo, sin otra explicación que su naturaleza salvaje. Podía ser una emanación del inconsciente o un fenómeno fantástico. Aparte, recordé el clásico cuento “La gaviota” de Chéjov. También el lenguaje de la literatura puede ser un lenguaje alado, con el que emprender vuelo o tirarse en picada contra la tierra. En el cuento, hablaban de una “gaviota embalsamada” y una “gaviota muerta” que representarían el presagio fatal, el estancamiento creativo, la pérdida de la libertad y, en definitiva, la advertencia sobre un destino funesto.
No quisiera seguir pensando en las gaviotas hostiles de la ficción, pero su imaginario continúa sobrevolando el cielo nublado. Las gaviotas que puedo ver desde mi pieza demuestran, en cambio, una actitud serena. Vuelan y graznan sin molestar a nadie. Solo observan, de cuando en cuando, el actuar de los humanos allá abajo, con suma distancia, aunque siguen en sus menesteres, inadvertidas. En el momento que escribo esto, sin embargo, las gaviotas del frente graznaron desesperadas y volaron rápido al ser espantadas por un tipo en un balcón del último piso. Las que no fueron alcanzadas por el ataque se quedaron ahí, estoicas, contemplativas, yo diría que incluso abstraídas. Mientras tanto, la parte del techo que alojaba a las aladas forasteras permanece vacía, como símbolo del territorio arrebatado. Solo un jote solitario que se confunde con la bandada, caminó por ahí, tratando de pasar desapercibido, un jote perdido, sobrepasado en número por las gaviotas, pero independiente por naturaleza, acaso en busca de algún rastro de carroña. A las gaviotas se les vio siempre unidas, actuando como un equipo. Al jote le bastó con aparecer una vez para esconderse y esperar la estela de la muerte. Pronto oscurecerá, y el secreto lenguaje de los pájaros será lo único que me acompañará en esta helada noche de domingo. En mi propio nombre hay inscrita un ave guacha, nostálgica de un cielo distante.
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