"En abril de 1992 Mario Vargas Llosa tachó de progresistas acomplejados a los intelectuales que arremetían contra el V Centenario del Descubrimiento de América por ser incapaces de desprenderse de las orejeras del marxismo. Aquellos opinólogos (más moralistas que materialistas) de los que hablaba nuestro premio Nobel, por entonces solo hablaban de la faceta más cruel de la conquista, dando cifras descabelladas de decenas de millones de muertos. Algunos de ellos incluso se atrevían a imputar a los españoles el dudoso honor de haber cometido el mayor genocidio de la historia. Aquel día de 1992 Vargas Llosa prosiguió con este encendido alegato:
«Quienes se indignan tan terriblemente por los crímenes y crueldades de los conquistadores españoles contra los incas jamás se han indignado por los crímenes y crueldades que cometieron los conquistadores incas contra los chancas, por ejemplo -que están bien documentados-, o contra los demás pueblos que colonizaron y sojuzgaron, ni contra las atrocidades que cometieron uno contra el otro Huáscar y Atahualpa, ni han derramado una lágrima por los miles, o acaso cientos de miles (pues ninguna comisión de profesores universitarios se ha puesto a calcular cuántos fueron), de indias e indios sacrificados a sus dioses en bárbaras ceremonias por incas, mayas, aztecas, chibchas o toltecas. Y, sin embargo, estoy seguro de que todos ellos estarían de acuerdo conmigo en reconocer que no se puede ser selectivo con la indignación moral por lo pasado, que la crueldad histórica debe ser condenada en bloque, allí donde aparezca, y que no es justo volear la conmiseración hacia las víctimas de una sola cultura olvidando a las que esta misma provocó.
No estoy en contra de que se recuerde que la llegada de los europeos a América fue una gesta sangrienta, en la que se cometieron inexcusables brutalidades contra los vencidos; pero sí de que no se recuerde a la vez que remontar el río del tiempo en la historia de cualquier pueblo conduce siempre a un espectáculo feroz, a acciones que hoy nos abruman y horrorizan. Y de que se olvide que todo latinoamericano de nuestros días, no importa qué apellido tenga ni cuál sea el color de su piel, es un producto de aquella gesta, para bien y para mal.
Yo creo que sobre todo para bien. Porque aquellos hombres duros y brutales, codiciosos y fanáticos que fueron a América —y cuyos nombres andan dispersos en las genealogías de innumerables latinoamericanos de hoy— llevaron consigo, además del hambre de riquezas y la implacable cruz, una cultura que desde entonces es también la nuestra. Una cultura que, por ejemplo, introdujo en la civilización humana esos códigos de política y de moral que nos permiten condenar hoy a los países fuertes que abusan de los débiles, rechazar el imperialismo y el colonialismo, y defender los derechos humanos no sólo de nuestros contemporáneos, sino también de nuestros más remotos antepasados.
Los incas no hubieran entendido que alguien pudiera cuestionar el derecho de conquista, y criticara a su propia nación y se solidarizara con sus víctimas, como lo hizo Bartolomé de las Casas, en nombre de una moral universal, superior a los intereses de cualquier Gobierno, Estado o patria. Ese es el más grande aporte de la cultura que creó al individuo y lo hizo soberano, dueño de unos derechos que los otros individuos y el Estado debían tener en cuenta y respetar en todas sus empresas. La cultura que daría a la libertad un protagonismo desconocido, en todos los ámbitos de la vida, alcanzando gracias a ello un progreso científico y técnico y una abundancia que haría de ella el sinónimo de la modernidad». Javier Rubio Donzé, España contra su leyenda negra.
1 comentario:
Así sea.
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