sábado, 13 de abril de 2019

"Debajo de mi oficina hay prostitución", señaló Felipe Alessandri, el alcalde de Santiago. Luego de notar su existencia, estuvo de acuerdo con instaurar un barrio rojo en la comuna, con tal de controlar el que, a su juicio, sería comercio sexual clandestino. "Nunca la vamos a eliminar, es la profesión más antigua", sentenció, con cierto dejo de resignación, después de haber intentado erradicarla tomándoles fotos a los autos de los clientes para enviarlas a sus casas. Según Alessandri, el barrio rojo es como el vertedero o el relleno sanitario: nadie lo quiere, pero resulta necesario. La medida adoptada por el alcalde podrá parecer la flor del progresismo, tratando de emular la experiencia del Red Light, el barrio rojo de Ámsterdam, pero no revela otra cosa que la misma perspectiva liberal. Un comercio sexual perfectamente regulado, bajo el amparo de las leyes laborales, tributando al Estado, ya no con la faz de la descomposición moral, sino que con el rostro cínico de la integración económica.

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