viernes, 15 de marzo de 2019

Cuando me pegué el pique desde el Molo de Abrigo fui advirtiendo que casi todas las playas del sector Altamirano hacia Playa Ancha estaban cerradas. La primera, la San Mateo, donde en la época universitaria hacían fogones, desierta y bloqueada por una gran reja por la cual apenas alcanzaban a pasar un par de cabros y un perro de la calle. Al llegar trotando hasta la antigua Playa Carvallo, la desolación fue mayor. Allí donde antes estaba el clásico Pato Peñaloza y comprábamos churros en esos veranos de los noventas, solo había ruinas, y por entre la escalera que daba hacia la playa, solamente unos roqueríos maltrechos producto del oleaje y las mareas que pareciera que hubiesen ganado terreno junto con el cambio de siglo. Claro que lo que era playa familiar ahora servía para toda clase de excursiones clandestinas, su pitito mirando al horizonte o sus chelas frías con gusto a agua marina. No me detuve demasiado en estas cavilaciones, pese a su urgencia, y seguí adelante, ya quemando los dos kilómetros, hacia la primera mitad del camino en Las Torpederas. Ahí el panorama era distinto. Seguía abierta y concurrida como en aquellas tardes de infancia, solo que con un dejo a temprano abandono, a juzgar por el deterioro de los bordes del balneario y por causa de las propias mareas que van estrechando cada vez más el espacio de la playa, precipitándolo todo hacia el cerro. Al parar un rato a descansar en las máquinas, un loquito de jockey se puso a encender un pito observando fijamente el contorno al fondo del océano. Yo por mientras abría la cachantún, y en eso una familia guardaba unas toallas y unos quitasoles para virarse en el momento que el niño menor no paraba de llorar. Volvían hacia la calle, cuando me estaba preparando para el trote de regreso, y se fueron en la primera micro que pararon. Por otra parte, el loquito fumeta ya se había ido, quedando así la playa completamente vacía. Con ese trasfondo de soledad, borde costero y endorfina en el cuerpo, retomé la caravana de vuelta, hacia la San Mateo, con tal de conseguir el objetivo del día y quemar los cuatro kilómetros totales. En ese recorrido se consiguió una marca similar o superior a la marca de Barón a Portales, pero algo también se desbloqueó: una marca interna, la marca del tiempo pasado, volviendo la memoria una playa inhóspita, sin orillas.

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