Un viejito en la panadería, después de pedir un café, alegaba por el cambio de hora. Decía no entender nada. Me preguntaba qué hora era exactamente. Le respondía que las 20:50 app. Luego, extrañado, aún dubitativo, le preguntaba a la cajera: "Bueno, señorita ¿es esta la hora oficial? ¿o debo cambiarla?". Ella, segura de la exacta maniobra del reloj, le replicaba que no, que la hora que tenía y que le había dado era la hora cambiada, que no debía, por ello, hacer nada más. "No entiendo realmente el cambio de hora. Deberían prohibir tanta manipulación a vista y paciencia de todos", seguía rabiando el viejito, en el momento en que la cajera le pasaba el resto del vuelto y se miraba continuamente la muñeca izquierda. "Así es la cosa no más. Hay que acostumbrarse", le afirmaba ella, resignada, pero radiante, con todo el tiempo y la belleza del mundo, justo antes de que el caballero partiera rumbo a la calle, con su confuso concepto de la cronología al uso. Se le oía decir que para qué una hora más de vida. Que una hora más, o una hora menos no haría la diferencia a la hora de la verdad. Pero, más allá de su cruda y repentina observación, lo cierto era que el tiempo, su cambio, su medida convencional, esta noche sí iba a hacer la diferencia: para unos, se resumiría en una hora más de hueveo; para otros, en una hora más de trabajo; para unos, significaría una hora más de sueño; para otros, una hora más de insomnio. El tiempo, pese a su aparente imperturbabilidad, seguiría ahí oscilante, maleable a las manecillas de la vida y de la muerte. (Lo dice este zángano, especialista en horas muertas, recostado un día sábado por la noche, decidiendo entre pasar de largo o sucumbir a morfeo).
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