domingo, 13 de mayo de 2018

Un viejito en la panadería, después de pedir un café, alegaba por el cambio de hora. Decía no entender nada. Me preguntaba qué hora era exactamente. Le respondía que las 20:50 app. Luego, extrañado, aún dubitativo, le preguntaba a la cajera: "Bueno, señorita ¿es esta la hora oficial? ¿o debo cambiarla?". Ella, segura de la exacta maniobra del reloj, le replicaba que no, que la hora que tenía y que le había dado era la hora cambiada, que no debía, por ello, hacer nada más. "No entiendo realmente el cambio de hora. Deberían prohibir tanta manipulación a vista y paciencia de todos", seguía rabiando el viejito, en el momento en que la cajera le pasaba el resto del vuelto y se miraba continuamente la muñeca izquierda. "Así es la cosa no más. Hay que acostumbrarse", le afirmaba ella, resignada, pero radiante, con todo el tiempo y la belleza del mundo, justo antes de que el caballero partiera rumbo a la calle, con su confuso concepto de la cronología al uso. Se le oía decir que para qué una hora más de vida. Que una hora más, o una hora menos no haría la diferencia a la hora de la verdad. Pero, más allá de su cruda y repentina observación, lo cierto era que el tiempo, su cambio, su medida convencional, esta noche sí iba a hacer la diferencia: para unos, se resumiría en una hora más de hueveo; para otros, en una hora más de trabajo; para unos, significaría una hora más de sueño; para otros, una hora más de insomnio. El tiempo, pese a su aparente imperturbabilidad, seguiría ahí oscilante, maleable a las manecillas de la vida y de la muerte. (Lo dice este zángano, especialista en horas muertas, recostado un día sábado por la noche, decidiendo entre pasar de largo o sucumbir a morfeo).

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