jueves, 3 de noviembre de 2016

Me ha tocado en más de una ocasión trasnochar urgido por la clase del día siguiente. Planificar gran parte de la madrugada a causa de una ya rutinaria procrastinación o, en su defecto, de una confianza desmedida en el funcionamiento de la pega. Cuando al otro día iba rumbo al trabajo, a paso firme, no necesariamente satisfecho, más bien con la expectativa de que aquel esfuerzo valdría la pena, sucedía que por x motivo se suspendían las clases. Entonces pensaba, perseguido, un tanto paranoico, que todo se trataba de una broma vocacional, o sencillamente, de una tomadura de pelo ante el exceso impostado de preocupación. Y luego creía que esta propia experiencia, por absurda, por abrupta, podía replicarse más allá de la pedagogía, incluso a la vida misma. Una irónica ley de murphy producto de una obsesión invencible.

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