jueves, 26 de junio de 2014

La lucidez mordaz de algunos diaristas: Pessoa, Pavese, Ramón Ribeyro, etc. en el fondo, no conlinda con las grandes personalidades del gheto literario, su tarea es simplemente el relato de los días y el estoicismo del estilo apátrida, sin otro referente que la conmoción por el tiempo y la pugna interna. No parecen acarrear el impulso napoleónico de los que aspiran a la posteridad, de los que ven en la literatura un trampolín para el éxtasis del mañana. Se distancian de aquellos que sintetizan toda su cosmovisión en un puro gran texto, quizá no tanto por resistencia, sino que por una disposición vital; deletrean el peso del mundo, son verdaderos monjes de la bilis, entienden escribir como algo orgánico, que basta mucha ansia, necesidad, incluso temor, para que recién aflore a la superficie el presentimiento de algunas frases ilustres. 

El diario como alternativa frente a la obra total, esta tiende a volverse un proyecto que amenaza por inabarcable, se vuelve ese gran prestamista de la ficción que demanda de ti ideas, retórica, imagen, inclusive experiencias vividas y asimiladas. Habría que pensar en las obras de ficción como espejos enterrados, en el patio trasero de las conciencias, para que todos acudan algún día a regocijarse en ese reflejo mientras socavan las entrañas de su materialidad: hoy, en cambio, se piensan como altares, como amuletos, objetos de valor. 

Los textos no tiene valor en sí mismo, (eso hay que dejárselo a los maníacos del saber, a los académicos), su valor está en el conflicto, en los impulsos que nos inducen a leer y patear los vidrios de la realidad; se halla en las emociones que son caldo de cultivo para la creación, el llamado "thaumazein" griego; se intuye a carne viva en los diarios y cartas; de hecho, deberían concebirse como la nueva escritura del asombro. 

Son los días en que la neurosis se presenta a flor de piel, en que el imaginario resulta extraño, los medios como un gran masaje mental. Sin embargo, aún percibo y conozco propuestas que apelan a ese rigor secreto: algunos tomando nota en las esquinas; otros, en los blogs navegando por la red. En esa arista se goza de buena salud todavía. En el fondo, se deja todo ese trabajo, esas horas invertidas en palabras, rollos, argumentos, para sobrellevar la desesperación de simplemente aparecer frente a los otros con el corazón vacío, por lo mismo, abierto, para recomenzar.

domingo, 22 de junio de 2014

La memoria frágil

La memoria es frágil. Eso es casi una constante en la vida, pero quizás esté la posibilidad de abrazar por un instante los vacíos ante los cuales se permanece expectante, como ante visitas que tocan a la puerta y que uno solo sospecha que son próximas. Uno de esos vacíos es la infancia.

Uno de los recuerdos más vívidos que se poseen, cuando la pérdida te abre los ojos. Por ejemplo, la sensación de que tus padres no estarán ahí por siempre, o la despedida de alguien especial que ni siquiera alcanza a florecer como tal, sino que únicamente en su fuga. No se sabe quién deja a quién, quién fue el gran prófugo. Ese es el desgarro más importante. 

Estamos llenos de esa separación, en ella se piensa, en ella el dolor se vuelve ciencia, allí se puede vivir de nuevo. Entonces, ese sentimiento comienza a doler, pero lo poseemos como nuestro, así comienza la perdida de la inocencia. Sin ese dolor, sin ese exilio, simplemente no estaríamos aquí. 

El pensar requiere su paraíso perdido. Sin embargo, al pasado no se le puede reprochar nada, excepto lo que nosotros mismos quisimos. Con el conocimiento, todo eso que quisimos y queremos adquiere su sombra. En ese dilema se crece. 

Los otros, los amigos, aquellos que llenan tus expectativas. La familia comienza a volverse ese mito que vuela solo y hace de las suyas, mientras te sientes, en más de una ocasión, digno de la obra de tu supervivencia. Entonces te sientes orgulloso, por hacerlo a tu manera, y aprendes el rito que sin esa perdida y sin los entrañables personajes de tu ópera personal, no hubieras podido realizar. 

Universalidad, trabajo, amor ¿Es ese el orgullo que buscas, aprendiz de ser humano? Y se supone que uno deba renacer y seguir llenando todos esos vacíos de algún tiempo remoto. Y, sin embargo, se continúa olvidando todo lo que se ha vivido, porque el olvido es inocencia. Nadie aguantaría la felicidad, porque, en el fondo, nadie quiere desaparecer.

martes, 17 de junio de 2014

El curriculum oculto

Hay algo en el llamado curriculum oculto de Jackson, que es parecido a una red profunda o más bien a una serie de caracteres que se van repitiendo a través de la historia escolar encadenada al flujo de las personalidades. No son los conocimientos que se aprenden y no están en el currículo oficial, no es el constructivismo que solo servía para mojar de orgullo a las profesoras de la universidad, es la secreta red de relaciones del alumnado que hace que tales o cuales sean considerados dentro de tal o cual grupo según su nivel de integración o de aislamiento. 

Hay grupos más o menos constantes que se repiten en todos los contextos: los aplicados que supuestamente en un futuro serán adultos eficientes dada su disciplina pero incapaces para la travesura, los rebeldes que simplemente quieren funar la clase de acuerdo a un nihilismo en pañales, los populares que sobresalen en todo tipo de actividades sociales con un carisma típico de optimismo panfletario, entre otros. Sería posible dilucidar, qué clase de individuos de acuerdo a esos perfiles del curriculum oculto sería más propenso al fracaso emocional o al éxito material, o a la gran maquinaria complaciente de las expectativas educacionales, pero esa no es la obsesión científica del momento.

El profesor impertérrito, frente a la sala de clases como deja vu de sus mejores o peores años de vida escolar, debiera pensar a cuál grupo pertenecía, con quiénes se identificaba, ¿Acaso era de los aplicados que solo estudiaban mientras el resto jugaba y mantenía ligues? ¿Acaso era el rebelde que ignoraba cualquier tipo de regla y que ahora, en una especie de exorcismo, adopta el rol de autoridad como una especie de proyección? ¿O acaso será, de nuevo, el popular que, con el suficiente potencial de liderazgo, puede, en un acto de prestidigitación didáctica, transformar al grupo curso en luminarias o en ovejas? O quizá será que nos han mentido: nunca hubo metas ni reglas, siempre fue el curriculum de las sombras operando todo el tiempo, en el reverso del libro de clases, en el anverso de los torpedos, en esa mancha inmortal sobre la pizarra, en esos golpes y burlas que son la credencial de bienvenida al círculo social, en esas miradas indiscretas e incipientes al sexo opuesto, en esas toneladas de datos que solo leíamos para sobrellevar nuestro aburrimiento prematuro.

¿Dónde quedaron esos jóvenes? El curriculum hacía de ellos una multitud de promesas que solo las mentes adultas, talladas por la cultura y la rutina, podían forjar en forma de inocencia para ocultar el desenfado de las hormonas. Creo que ese curriculum oculto desdice los sentimientos comunitarios de los grupos escolares, tanto en relación a la esperanza fabricada, excusa de la institución, como en relación a la desesperanza manifestada por la falta de oportunidades o la indiferencia de ellas. La realidad sigue siendo, en el fondo, ese conflicto de poder, a simple vista, travieso y que continúa desplegando ese curriculum de las sombras. 

Siempre habrá caracteres que empujen al fracasado de la clase a lidiar con ese estigma social. En los rebeldes estará presente el fetiche de la autoridad. En los populares la exigencia por encantar al resto. La igualdad es baladí, la sala de clases es un antro de excluidos e incluidos, una dialéctica entre ganadores y perdedores, esa es la novela del curriculum oculto, el resto es democracia, romanticismo.

sábado, 14 de junio de 2014

El test de la escena bajo la lluvia

Recuerdo una cita de trabajo en el pre universitario Pedro de Valdivia, donde se realizaría un examen psicológico de tres etapas. Ninguna etapa estaba relacionada con hacer clases. El primer test era de destreza en asociación númerica, para comprobar si eres al menos un buen contador. El segundo test era un auto análisis sobre caracteres, fortalezas y debilidades, para comprobar que no eres una contradicción andante. El tercer test fue el más extraño. Había que dibujarse en una escena bajo la lluvia y escribir algo de dos líneas sobre eso. El dibujo fue un mono en el medio del temporal, sin paraguas, con un cigarrillo mojado. La leyenda decía algo así como: “Al volver de la esquina, miró hacia donde estaba antes, prendió el fuego, suspiró y la vio. Él dijo: volverás. Ella respondió: cuando todo acabe”.

Un compañero que también pasó por la prueba, dibujo a un tipo rodeado de goteras. Hablaba en el fondo sobre un tipo en una casa inundada en espera del dios de la lluvia. A la salida, le dije al compañero, medio en broma, medio en serio: “solo por el dibujo el curriculum irá a dar al basurero o a casos clínicos”. ¿De qué hablarán esos psicólogos cuando hablan de la lluvia que dibujamos? Pienso en esas escenas imaginarias, bajo la lluvia, en esas muestras de ficción que revelaron nuestra inutilidad, pero también el regocijo de permanecer fuera, de la vida de las secretarias, la conciencia desempleada, con el fuego que se consume bajo el mal tiempo y con las goteras que continuarán cayendo como si nada.

Anónimos absolutos

Mario Levrero después de escribir más de quinientas páginas: "esto es un diario, no una novela". Es la exposición desaforada del lenguaje, es el discurso invertido que plasma lo cotidiano en su radicalidad, es la obsesión por el hombre en miniatura. La escritura ya no sirve a los dioses del significado, lo que no quita que, en una labor prometeica, puedan brillar y quemar por dentro sus escondites y secretos. El hombre de la infra historia ve pasar los mitos como ve pasar los ferrocarriles viejos que lo llevan a puerto desconocido. Sin embargo, presiente que por las noches es acosado por ese ruido arrollador, invitado a ser cómplice de algo que no puede ni le está permitido nombrar. 

Hay cosas que no se pueden narrar. Los hechos luminosos, cuando son narrados, dejan de serlo, se vuelven relato, palabra, opacidad. La sentencia de Wittgenstein: "sobre lo que no se puede hablar, mejor callar", parece ser el mantra que repiten estos nuevos fabuladores de la infra historia, de los relatos subterráneos, sin otra tragedia que su trivialidad y otra sátira que su propia incomunicación. La poesía para ellos, más que la musa, es la vuelta a la madre que recita a sus niños para combatir el insomnio, para prepararlos para la noche interior. Se escribe para que las noches se repitan una y otra vez. Se escribe para retrasar el día siguiente. "Nada tiene nombre", parecen repetir, estos anónimos absolutos.

jueves, 5 de junio de 2014

Quizá la única forma en que el hombre se olvida a sí mismo: cuando mira al cielo y ve cómo todo cae, cómo la lluvia arrasa con sus problemas y pensamientos más estancos. Frente a ese fenómeno, su existencia parece una pura anécdota, todos sus asuntos se asemejan a gotas dentro de un océano, siendo el origen y el fin, por ejemplo, en los antiguos que celebraban el crecimiento del jardín, en los militares que, contra todo pronóstico, marchan en honor de la muerte, y en los románticos que lamentan la despedida de un amor irrenunciable. 

También la voluntad invita a pasar por el oasis de la ficción para beber un poco de agua, sigue por el desierto de su realidad y, a medida que tiene sed, va encontrando más preguntas en el camino. Por eso, no hay causa para ninguna acción, solo brota como el pasto, el agua cae, sigue un proceso, pero es arrojada sin sobresaltos, como cuando se habla con una chica sobre Heidegger, y dice que ella es una indeterminación sin límites, que crece sin por qué, y que le inquieta el cómo. 

Del otro lado del mundo, no deja de llover. Quizá esa lluvia sea otra sin razón, se arrojó simplemente en el momento en que ella buscaba explicarse. Entonces, ese arrojo no promete nada. La lluvia dejará de caer, pero algo en nosotros seguirá lloviendo. Que no deje de fluir, y así me tomo el último vaso de agua, desvanecida desde ayer, y atajo las goteras que caen al piso mientras escribo como nunca.

Ciudadano del asfalto

He participado de muchos oficios como cualquier otro ciudadano del asfalto, hipotecando la vida ya no por un sueño sino que para seguir latiendo en los días grises. Todos tienen su parte cruda, de aterrizaje forzoso, contra la realidad. El guardia lo que hace no es heroísmo, sino que simplemente custodia una gran mentira. El profesor lo que hace en la práctica no es ninguna revolución, sino que planifica lo que solo es el simulacro de un curriculum como panóptico. Es el juego apócrifo de los roles, siempre se debe querer ser otra cosa...lo que se escribe tiene que tener también esa parte cruda, para no caer preso de la ensoñación, ha de tener su parte de mentira y de simulacro... resulta una proeza, forjar un estilo desde la frustración colectiva... aunque sin volver ese conflicto un sucedáneo de la banalidad, tratar de hacer algo, lo que sea, que se deba hacer, para explotar siempre la sombra de lo que se quiere en realidad.

miércoles, 4 de junio de 2014

Toda palabra tiene sus víctimas...




"Toda palabra tiene sus víctimas, sobre las que incide con violencia; a veces creo que soy víctima de todas las palabras. Sólo puedo escaparme de aquellas que escribo: me tranquilizan, me parecen admisibles. Estoy convencido de que más adelante, cuando esté muerto, ya no me alterarán, pese a que entonces, y sobre todo entonces, estarán allí" Elias Canetti




martes, 3 de junio de 2014

Hercólubus o el planeta rojo cayendo a Valparaíso

Día 20 de Mayo, lluvia. Recuerdo que cuando cruzaba a medio camino entre Condell y Plaza Victoria, en una esquina un hombre de edad repartía volantes sobre el llamado Hercólubus o Planeta Rojo. Más que en el contenido esotérico del puestito, de inmediato me fijé en el resto de los ambulantes de la plaza, vendiendo churros, artesanía, incluso libros, bajo la forma de un gran mapa incidental del mercado. Accedí al puesto de Hercólubus por el factor sorpresa. Era el único a quien parecía no importarle la indiferencia de la gente, y precisamente porque en la práctica no tenía nada que ofrecer, excepto el conocimiento gratuito de saber que casi todos los fenómenos -según esa, su filosofía de turno- como el terremoto, el incendio, la lluvia, inclusive el propio hecho de haberme acercado a él, sin otra condición, ridículo y curioso, bajo el árbol sin sombra de la esquina, eran parte del desastre, del arribo precipitado de un planeta rojo sobre el mundo.

Aquella vez me preguntó: ¿Por qué está aquí? No respondí nada, casi por opción, para dejar entrever el misterio de la situación. El viejo señaló con el dedo hacia arriba, mientras seguía lloviendo como premonición de ese despropósito apocalíptico. Luego, él me dijo que el Hercólubus era un planeta rojo que chocaría inevitablemente sobre la faz de la Tierra, implicando a todos, comerciantes y clientes, ricos y pobres, aunque de acuerdo a leyes y motivos misteriosos. Rabolú, el autor del libro, hablaba de un astrónomo británico, John Murray, quien afirmó que ese enorme planeta podría ya estar orbitando los confines de nuestro sistema solar. Se discutía con palabras fugaces y cabeza expuesta, en la esquina de la plaza que ya se asemejaba a un sistema solar de mercancías, frente al gran Sol monopólico del retail, paradigma del comercio del espacio. 

El viejo continuó señalando que eso ya se había predicho en el III Congreso Mundial de Parapsicología, asunto que, por supuesto, por estos confines solo alcanza a percibirse como un destello televisivo, en base a la confrontación de antiguas leyendas, y a la investigación de la NASA para preparar a una humanidad "selecta" dispuesta a enfrentar el impacto. El viejo insistía en que se trataba de la era de Acuario, período de transformación y advenimiento de un nuevo mundo. Al mismo tiempo, dentro de aquel sistema imaginario, la lluvia continuaba azotando las ideas, y alrededor la gente era vista como una horda de satélites extraviados.

Los otros personajes dentro del gran sistema de la plaza seguían su tráfico de alimento y de libros, quizá con mayor éxito pero demostrando que, independiente que lo de Hercólubus resulte ser otra fábula de la nueva erae, el caos del universo continuaba haciendo llover. De este modo, se dispersaron y dejaron a un lado su órbita de lucro, y al volverse la plaza un acuario de anfibios pensantes, se arrastraron hacia la esquina donde no se vende ya nada excepto la promoción de un futuro sin otro valor que su misterio. En eso pensaba, cuando el viejo parecía notar mi prisa y me entregó un papel para investigar sobre lo que él preconizaba. 

Apurado ante la lluvia, crucé hacia Ripley. Inevitable su radio de atracción. Busqué evadirlo cruzando la esquina opuesta, entonces retrocedí para ir por algo de café. Le compré, de todas formas, el par de churros a la señora del frente y vi un par de libros. Hice un verdadero contacto del tercer tipo con aquellos extranjeros, intuyendo, por supuesto, el desastre en cada bocado y en cada página. Cuando ya me di vuelta, el puesto del viejo del Hercólubus ya no estaba. Los otros vendedores también se habían ido deprisa. Mientras tanto, el gran Sol de los mercados, al frente, seguía abierto. Solo se tenía contigencia sobre la inundación de los intereses, peces que desde el fondo aspiraron a volverse cómplices de la superficie.

Al otro día, soleado, seco, en el puesto del Hercólubus había, en su lugar, un puesto de celulares. Llamados desde otros mundos. En el fondo, todo fue solo la ficción que, temiendo volverse negocio, profecía, brotó con la pura lluvia. El viejo aquel era como un pequeño Heráclito, porque nadie se baña dos veces en el mismo río, ningún vendedor venderá dos veces el mismo cuento en la misma esquina y ningún planeta rojo caerá dos veces en nuestro nicho de creación y destrucción.

lunes, 2 de junio de 2014




“Un mundo que no puede ser amado hasta morir –de la misma manera que un hombre ama a una mujer- representa solamente el interés y la obligación del trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, resulta odioso y se muestra como el más fallido de todos. En los mundos desaparecidos, fue posible perderse en el éxtasis, lo cual es imposible en el mundo de la vulgaridad instruida. Las ventajas de la civilización son compensadas por la manera en que los hombres se aprovechan de ellas: los hombres actuales las aprovechan para convertirse en los más degradantes de todos los seres que han existido. (...) Hay que llegar a ser lo bastante firme e inquebrantable para que la existencia del mundo de la civilización parezca finalmente insegura" George Bataille






Batallas en el desierto

¿Adónde irán a parar todos los mitos que encumbramos alguna vez, extasiados por el instante? Ya no se trata de los libros que leímos, de las materias que aprobamos, ni de los piedrazos a la vuelta de la esquina, es una cuestión de sintonía. Algo nos hace sentir más cercanos, cada vez que viajamos a la cuna de origen como en un regreso a alguna patria espiritual. No es el concepto bélico que consagra la violencia del espacio, es la búsqueda dantesca de la memoria, es el presentimiento de las llamas a pesar de recordar el barrio perdido. Ese olor a sopaipillas en la tarde que cocinaba la abuela, esos pelotazos contra arcos imaginarios, esa niña que nos gustaba y que nunca vimos con otros ojos que los de ese gustar, esos rincones y, sin embargo, esas salidas, son las que todavía palpitan, cuando se pretende volver allí donde solo resta el polvo. La sombra de esa sopaipilla, de esos arcos, de esa niña, de la muerte de la abuela, cada una de ellas son invocadas como la compañía incondicional en este luto invisible. 

El que asiste y viene de lejos es en realidad el velado, como en la novela de José Emilio Pacheco, sobre "Las batallas en el desierto", en la cual el protagonista trata de reencontrarse con los personajes de su infancia, después de la venida de los edificios y vigas sobre su antiguo barrio. Allí la modernidad, frenética, no es sino el desastre del movimiento indiferente, que arrastra lo humano a su paso, como el insecto que deseara su inmolación. Esos son todos los momentos que reconstruimos en la memoria, pequeñas batallas en el terreno baldío. Son esas ruinas las que le permiten al tiempo aparecer. Sin ese fin acabaríamos cautivos, vivos para siempre, en ese sueño eterno.

¿Cuántas historias de cada rincón de ese cerro de la infancia? son todos protagonistas de ese sueño. Imagino la posibilidad de filmar, con alguna tecnología surrealista, cada una de esas escenas a lo largo de las décadas, ojalá con la evidencia de que esos rincones se desintegran y mutan. Lo pensé cuando vi un viejo cartel de Aldo Francia cerca del actual centro cultural del barrio. Es la posibilidad de una cineteca de los sueños, en esos patios traseros de Valparaíso (o inclusive, cualquier otra ciudad de la región) pero también la de un visionado de las ruinas: el tiempo se sueña a sí mismo, sobre las ruinas de los hombres.

domingo, 1 de junio de 2014

Doble film

Cuando salía del cine anoche, se sucedieron algunos encuentros que derivaron en conversaciones pendientes, pero que esta vez, quizá por el frío, la falta de sueño, la oscuridad, remecieron dentro de mí como una resonancia incómoda pero reveladora. Con un amigo discutíamos sobre la legitimidad de la labor artística, si por ejemplo vale la pena llamarse a sí mismo, de esa forma, “artista”, desde el puro resentimiento social, condenando a los que se venden simplemente desde la frustración y no dejando ver en la ceguera el impulso creativo. Mi amigo decía que la labor intelectual está presente en todo ser humano. Desde el analfabeto explotado (que se abstrae para comer, alcoholizarse y tener sexo) hasta el físico teórico que estudia la antimateria. Todos pueden "crear" razonamiento y, en algún grado, realidades. El enfrentamiento burdo de intereses y de circunstancias materiales no empañaría su espíritu. Era una especie de pensamiento gramsciano, "todos somos intelectuales o nadie lo es", pero en clave mística. Solo atiné a permanecer vibrante ante el argumento. El ego a esa altura se congelaba, no respondía a otro punto de vista, no sabía si por la credibilidad de lo dicho o por el estupor en el contexto que me encontraba.

Después de terminada la conversación, el amigo se iba, y me encontraba con una compañera de básica, con la cual extrañamente había tenido algo más. Fui un momento a saludarla, se encontraba rodeada de amistades. De pronto se paró para conversar rápidamente, en medio del bullicio y la agitación interna, esta vez hablando sobre todos los viajes que había hecho, después de la última vez de vernos y de terminar la licenciatura en ciencias políticas. Me pregunto qué había sido mi vida, le dije que ahora me dedicaba a la cátedra y a las letras, que lo político me circunda pero no lo abrazo, y que el corazón sigue allí latiendo, libre, sin ataduras todavía. Ella me contaba que tampoco. Su predisposición al viaje, al ámbito de lo público, su sonrisa extrovertida me sugería que era inclinada a la aventura, como siempre, más que nunca, y que, en el fondo, a pesar de la distancia y la diferencia de ideas y de carácter, se sentía tan expectante como yo en ese sentido. Antes de visualizarla, el ego había querido expulsar todo su veneno absurdo, acumulado quizá por la ignorancia y el resentimiento ingenuo de no haber concretado nada con ella y haberle perdido la vista luego de su viaje legendario. Pero algo en la jovialidad, en el calor humano, en la pugna frente al frío y la desazón de afuera (y luego de ver una película que me perturbó), hundió esos demonios y reseteó la memoria -o mejor dicho, la desinfectó, como el exterminador de plagas en aquella película-. Me vi sumado en un eterno retorno que ella, con su encuentro, supo volver carne en el instante. Nos vimos nuevamente como niños de básica, pero con un tramo de vida a cuestas, con el espíritu dispuesto a recomenzar a pesar del desastre de nuestras determinaciones. "No te traiciones a ti mismo", me decía. Otra frase que vibró en mí, otra impostura psicológica y musical que sacudió mi mente. Sumada al argumento del amigo, se volvía el clímax de alguna obra que conformaba ese campo de relaciones humanas.

Quedamos como amigos. Ella se despidió porque tenía que volver para mañana despertar temprano. Más que la sensación de quedar expuesto, frente al resentimiento social en la discusión sobre la labor intelectual con el amigo, esta vez fue una especie de purga. La chica te hacía ver que el resentimiento amoroso no era sino una burla del tiempo, una úlcera innecesaria; que la justa y necesaria distancia entre ambos permitió el afloramiento de una tregua, claro está, con varios tragos de cerveza encima, ella, por el placer de entonar con el ambiente, yo, por el placer de escapar de aquella experiencia de desazón. Un beso en la mejilla sellaba la amistad. El tiempo también tenía corazón. Con esa lección volvía a las pistas. Veía al amigo y a ella en una sugestión continua. Eran parte de una proyección privada, un incipiente cine de las emociones. Volvía a casa con este sentimiento, a solas, frío, pero con la pequeña película interior manteniéndome ocupado. Pensar que gracias a cada una de esas sugestiones se pueden hacer escenas de la vida. El cine como mirada, percepción e intemperie. Se debiera crear a riesgo de matar el yo, de quedar expuesto ante la inteligencia de un amigo, de quedar perplejo ante la sabiduría de una mujer. Será que, como decía Lou Reed, todos los pensamientos se tornan asesinos de noche, toda palabra y sonrisa te mantiene caliente pero a la vez te sacude. Todo lo que pensamos y sentimos, como compañeros de ideas y de miseria, adquirió el tono de la noche.

Al otro día, ya despejado, la luz entrando por la ventana me recordaba lo de la noche anterior, me hacía sentir miserable por haber querido resistirlos, y, sin embargo, parecía que el amanecer despejaba la intensidad de lo que él y ella interpelaban. Ahora, ella, la que huyó por siempre, continúa en mi mente a pesar de que se fue el frío. No era el frío, la oscuridad, ni la falta de compañía, era la vergüenza frente a tales impresiones. “No te traiciones", me dejaba repetir como un mantra. La idea ya estaba incubada, mientras quedaba sonando A day in the life de los Beatles. Me levanté, abrí la ventana, y me sumergí nuevamente en la red, sin la expectativa de seguir a nadie, sin querer forzar nada, solo queriendo que aquella escena en la noche se repitiera alguna vez, quizá para acabar, quizá para seguir, como en una película que alguien deja olvidada y se proyecta sola.