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domingo, 19 de junio de 2016
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lunes, 13 de junio de 2016
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domingo, 12 de junio de 2016
7 days
La
película 7 days (2010) de Daniel Grou. El número siete tiene todo un
simbolismo. Siete fueron los días de la creación del mundo desde el génesis.
Siete fueron los pecados capitales. Siete era la edad de la niña que en el
filme fue asesinada y violada. Siete son los días en que su padre mantiene
prisionero y tortura al responsable.
Casualmente
antes de verla mi padre hablaba sobre un caso paradigmático de pedofilia
ocurrido en Chile el año 1993. El hijo del médico Alejandro Zamorano Jones,
asesinado y, no contento con eso, violado por Cupertino Andaur. El médico en su
tiempo daba severas declaraciones contra la justicia chilena, luego de conocer
la decisión del presidente Arturo Frei Ruiz Tagle años más tarde, quien optó
por conmutar la pena de muerte por presidio perpetuo, aun conociendo la
resolución de la Corte de Apelaciones de Santiago.
Frei,
en esa época, apelaba a ciertos dudosos valores cristianos para salvaguardar en
el fondo su posición política. La demagogia ahí transformada en un dispositivo
conservador. El médico fue severo contra Frei, diciendo que después de este
fallo él no debía de ser presidente. La justicia imparcial, pero, a la vez,
inhumana. Surge la venganza como alternativa ante la indolencia y la
ineficiencia del sistema legal. Surge la venganza como decisión individual y
unívoca ante una kafkiana justicia, manipulada por el aparato político y la
burocracia del momento.
En
la película, hay un dialogo clave entre el médico y el jefe de policía. Este
último, como representante de la ley, trata de convencer al médico de entregar
al homicida a la “justicia”. Trata de que, según su perspectiva, entre en
razón. El médico le responde en cambio que nunca había estado tan lúcido, que
si acaso para él era suficiente esa supuesta justicia, que si acaso era
suficiente el hecho de que el asesino de su esposa siga con vida en la cárcel,
si en la soledad de su cama podía seguir viviendo satisfecho con ese cargo de
conciencia.
El
jefe de policía sabía que en el fondo el médico tenía razón. Hay un límite en
que solo el honor entra en juego. Un honor secreto, irreductible a la
irracionalidad, la violencia y la injusticia. El jefe de policía era demasiado
cobarde. Tenía la ley a cuestas suyas. El médico, en cambio, nada perdía con la
venganza. Sabía lo que pasaría, pero aun de esa forma hizo algo contra el
responsable. Hizo algo en el vacío de la ley para recuperar el honor perdido.
¿Era
la muerte suficiente para él? Por supuesto que no. Hubiera sido demasiado fácil
matar al homicida. Es demasiado fácil matar. Resulta incluso misericordioso. En
su lugar, el sufrimiento en vida resulta una especie de karma personal. El
médico busca de ese modo devolverle todo el daño físico y moral, dándole al
asesino de su propia medicina.
No
se aprecia, aunque pareciera, un paralelo a lo que se hace en la saga de Saw.
No hay aquí un culto a la sangre por la sangre. Ni tampoco un pretencioso juego
macabro de tortura con aleccionamiento moral. Ahí en la película no hay
espectacularidad hollywoodense ni tampoco tremendismo dramático, catarsis
griega. De hecho, no hay música, grandes diálogos ni elaboradas escenas. Los
recursos son reducidos a la mínima expresión, en un minimalismo que sea lo
suficiente crudo y realista para retratar la verdad del hecho de muerte.
El
primer plano de la hija muerta, con las huellas de la brutalidad, junto con el
del ciervo muerto cerca de la casa de campo que servía de sitio de tortura. La
pérdida de la inocencia, o bien, la crueldad de la naturaleza, representada en
dos imágenes. El padre arroja al ciervo al agua, de forma similar a como
entierra a su hija. Se vislumbra el respeto a la muerte, no un respeto legal.
No
hay nada hipócrita y pusilánime en él. Es solo el respeto personal, inclusive
natural, del padre que debe cumplir con su obligación interior, que no se
rebajaría a matar de forma gratuita como lo haría el asesino de su hija. Solo
le queda la venganza como último recurso, como el recurso quizás más legítimo
frente a un sistema deshumanizado.
Dicen
que la venganza es un plato que se sirve frío. En la película, se retrata
fielmente ese dicho, mediante la sesión de tortura de siete días, que dura lo
que dura la creación del mundo, y lo que dura el tiempo que restaba para el
cumpleaños de la hija del médico. La tortura en el fondo, emulando el mito
bíblico, era su propia obra.
Finalmente,
cuando llega el último día, el médico se entrega a la policía de manera
pacífica. La prensa le pregunta si acaso lo que hizo era lo correcto. Él dijo
que no. Luego se le pregunta si acaso estaba arrepentido de lo que hizo. Dice
nuevamente que no. El médico estaba consciente de que lo que hacía iba en
contra de toda la ley, pero dentro de su conciencia se encontraba satisfecho.
La culpa no existía en él simplemente porque era lo que tenía que hacer. Lo que
ni toda la justicia del mundo podría devolverle: el honor.
En
el caso de Cupertino Andaur se ve también este gran dilema moral. Alejandro
Zamorano Jones, curiosamente también un médico, emplaza a la justicia y se
inclina por la pena de muerte en contra del presidio perpetuo. Pone a la
palestra un debate todavía abierto: la necesidad de la pena de muerte. La
necesidad de tomar la justicia por las manos, de devolverle humanidad a la
venganza. Muestra, al igual que el médico de la película, el vacío de la ley,
el vacío de la conciencia.