A J. Pinto.
¿Y si te dijera que nunca hubo un antes del virus
Que la normalidad pretendida
era igual de mórbida, solo que deambulábamos en ella,
anestesiados, plagados de ilusiones e hipocresías?
La división creada por el patógeno no es tal,
Siempre estuvo ahí, injerta en la mirada del extravío
estirando el elástico de nuestro maniqueísmo.
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Para Camus, “cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella”. De acuerdo a La peste, la normalidad es un orden ilusorio. De hecho, la existencia de nuevas normalidades confirma el absurdo mismo de la existencia, ya que si esta tuviera sentido por sí sola, esa sería la norma, pero las circunstancias que se presentan indistintamente en la novela y en la realidad han demostrado justamente todo lo contrario. El virus no es lo absurdo. El virus solo expone la fragilidad de la norma, la falta de articulación de un sentido unívoco.
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La bizarra sensación después de ver la película de Cronenberg, El almuerzo desnudo: la sensación de escribir frente al pc como el bicho que te encomienda una misión y, en un acto de onanismo compulsivo, imaginar que uno hace la de Guillermo Tell y asesina virtualmente a sus posibles conquistas. Es el precio de volverse un exterminador, de hacer del antídoto el virus, de escribir nada más que por un impulso adictivo.
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Parra, cuando le explica a Benedetti, acerca de su famoso cuento "Gato en el camino": "el cuento propiamente tal yo no lo concibo, como tampoco concibo la novela propiamente tal. Me interesan más bien en su estado de bocetos, o de bichos más o menos informes; me interesa más un renacuajo que la rana completa: me interesa más el insecto a medio camino, que el insecto perfecto. Tal vez debido a eso no he persistido en el trabajo de la prosa, que es más coherente que el poético". A raíz de la anécdota, aspirar a lo mismo. Relacionada con la frase de Mallarmé: "yo no he creado mi Obra sino por eliminación", se puede llegar a una aspiración realmente auténtica en la vida, frente a tanta obsesión por la integridad, por el cumplimiento de proyectos concebidos como totalidades: familia, estudios, compromiso. Generalmente uno no puede asimilar la vida sino a través de fragmentos, en nuestros momentos más fortuitos a cuentagotas o inclusive en forma de descargas en los de mayor intensidad.
Uno debiese aspirar a ser el significante de su propia vida como un Libro mallarmeneano, o como el punto seguido de un artefacto parriano. Esa manía occidental de poner punto final allí donde solo existe el umbral hacia otra página en blanco. Ese engendro de la eficiencia y sombra del progreso entrometida incluso hasta en la intimidad emocional. Uno debería tener por objetivo ser un destello milagroso dentro de una vida prestada. La escritura no me pertenece, la mente no me pertenece, soy un vástago de la sociedad porque ella vive en mí. Uno debería pretender escribir, o aspirar a vivir, siempre en miras de lograr la página en blanco absoluta. Dejar que las ruinas de tus proyectos (edificios artificiales) escriban en tu lugar.
Yo no aspiro a la felicidad, yo aspiro a la obra. Uno tiene por obligación actuar siempre como la piedra que contiene en sí tanto el comienzo como el ocaso de aquellos edificios. Yo no quiero familia. Solo quiero pensarme como el parásito de mi creación, el proceso entre la mano que la arroja y el rostro amoratado. Esa es la vida que te escribe, el insecto que intuye su muerte al multiplicarse por mil.
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Hoy en Chilito resulta más artístico, turístico, montar cuantiosas ferias del libro con todo su gueto de amiguismos y de inversiones, que la existencia de escrituras que simplemente se dispongan a recrear lo humano en su intemperie. El circo estéril de la crítica ha promovido el hermetismo de los criterios por sobre la intuición del gusto que aflore del órgano de lo cotidiano. Si, por ejemplo, figuras como Teillier lograron instalarse en círculos literarios, fue precisamente porque sentían ese habitar poético siempre a pesar de la crítica, operando casi siempre como un acecho dialéctico de aquellas voces circundantes a la tradición, para envolver esas manchas tarde o temprano bajo su paradigma.
Lihn hablaba de escribir correctamente poesía, más en relación al oficio que a una lógica de producción, oficio posible a raíz, y muy en el fondo, a pesar del impulso vital: "el mismo Rimbaud/que probó que la odiaba (la literatura) fue un ratón de biblioteca,/y esa náusea gloriosa le vino de roerla". Sin embargo, Rimbaud se fue al África. Lihn destinó su escribir al inxilio. El Chico Molina, conocido como Bartleby chileno, no escribió nada. Son lecciones que vienen de la voluntad para canalizar el caos propio, más que ejemplos morales. Se tiende a caer en un academicismo que se fagocita a sí mismo, parasitando a sus huéspedes con el fin de prosperar, cuando hay que escribir fuera de la ley. O también se cae en vanguardismos que afloran al ritmo de la bebida energizante de la imagen, quedándose solo en lo espectacular, en su pista de baile, no en su transmutación, cuando hay que escribir siempre a raíz del silencio y organizar el ruido interno.
Qué patética la vanguardia que "quiere ir" adelante del resto, pero detrás de un sueño americano: plata, libros, mundo ¡nada de eso es el bien peligroso de las palabras! Hay que concebir una escritura que excave en el África interna -su punto de subdesarrollo, su tercer mundo- y que haga de su tinta combustible en la zona baldía de los maestros. Duchamp fue vanguardia no por contingencia histórica, sino porque su gesto es el del asco frente al orden establecido. Su asco fue el estilo del siglo. Hoy, sin embargo, vemos la prostitución del ritmo interno arrasando en las ferias y en los museos, avalados por la teta del estado, cuando el sentido de la poesía, a decir de Holderlin, era el de ser "la más inocente de las ocupaciones", inocencia como fuerza y recreación.
Prevalece la poesía que propicia el espectáculo, la pantalla donde los egos se masturban, "en línea" con los intereses de narcos editoriales. En palabras de Duchamp: urinarios del pensamiento al servicio de la cloaca de la contemporaneidad. Frente a ese caos, solo queda reinaugurar los vómitos joviales, la higiene desaforada que nos reconcilie con nuestra respiración, nuestro anonimato y nuestra oscuridad.
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¿El virus ha muerto?
Ha dicho Jorge Zamora, disidente activo de la plandemia, que “todo lo que está ocurriendo hoy en día se produce gracias a que las personas creen básicamente dos cosas: 1 que el virus existe y 2 que la PCR detecta enfermedad”. Según él, no se descubrió un nuevo virus, solo se hizo un constructo virtual consistente en secuencias genómicas que no son originales, sino que fueron dispuestas como si de un Frankenstein virtual se tratase. Sarscov 2, para Jorge Zamora, no existe en la realidad y es tan solo un constructo virtual binario. Sí, tal cual se oye. Zamora es uno de los pocos chilenos que se la juega con una tesis tan atrevida, y se propuso hacerlo con argumentos racionales y científicos. Él sostuvo que, al no haber aislamiento ni secuenciación del genoma del virus, sencillamente no se puede afirmar su existencia a ciencia cierta. Similar a tomar la foto de un OVNI y suponer su estructura completa para afirmar que existe, asimismo, con el Sarscov 2 suponemos su estructura en fotos, pero no ha sido individualizado su genoma real, y con eso es imposible afirmar que este presunto virus tenga siquiera la capacidad de enfermar y, por ende, de matar. Zamora, para seguir argumentando su temeraria tesis, citó a Wu Zunyou, jefe del Chinese Center for Disease Control (CDC), quien declaró este año que “el virus no fue aislado”. Sin virus aislado, no puede existir genoma del mismo. Por ende, no puede haber pandemia.
Lo dicho por Zamora resultaría inmediatamente censurado por los talibanes del Ministerio de la verdad de Bil Gates, redes sociales y farmacéuticas asociadas y coludidas. Y eso es lo realmente preocupante. Ya no tanto el contenido de su tesis, de por sí provocadora y transgresora, sino que la falta de debate y aun de disenso científico en torno a este bicho, ya no se sabe si real o imaginario.
¿Y qué pasa con los millones de muertos? Esa misma pregunta se le hizo a Zamora en una transmisión en vivo. Él simplemente respondió que el problema radica en el engaño de las PCR, que realmente no detectan el supuesto virus. Lo que hacen es identificar ciertos síntomas asociados a otras enfermedades afines, para luego ser clasificados arbitrariamente, y de acuerdo a protocolos dudosos, como “positivos” falsos o verdaderos.
Si todo lo dicho por Zamora resulta ser cierto, solo cabría pensar en las desastrosas consecuencias para la ciudadanía engañada y en la aterradora verdad tras toda esta trama conspirativa. Los que llaman conspiranoicos a tipos como Zamora caen en el juego de la verdad “científicamente comprobada” por los medios oficiales y atacan al mensajero pero no al mensaje, falacia del hombre de paja muy usada hoy por hoy para aplacar cualquier atisbo de crítica tachándola directamente de “negacionismo”. Todos los que desconfían del relato de la pandemia pasarían a ser negacionistas. En última instancia, solo se pueden debatir dos grandes posiciones enfrentadas: la de los promotores del origen natural del virus, provacunación y obedientes de las medidas sanitarias; y la de los promotores del origen artificial del virus e incluso negadores del mismo, antivacunación y desobedientes de la narrativa plandémica. Como ha venido siendo la tónica en materia de ideas, durante todo este tiempo, ambas posturas maniqueas se mantienen en pugna, en un estrecho conflicto por la verdad y el poder.
Que el virus ha sido usado por “manos negras”, me inclino a pensar que sí.
Que el virus no tiene un origen tan espontáneo como creemos, me atengo al beneficio de la duda.
Ahora, que el virus no existe y todo no es más que un macabro circo para someternos, me resisto a creerlo del todo, pero una intuición me lleva a pensar siempre en el peor de los escenarios como factible, a juzgar por la dramática sucesión de hechos acontecidos a lo largo y ancho de esta coyuntura histórica.
Después de todo, mantengo el sano escepticismo y solo puedo afirmar que los virus no están vivos, y que incluso son llamados, en ciertos tratados de medicina, “partículas zombie”. Estaríamos ante la amenaza constante de un zombie invisible, seguido de cerca por el miedo que alimenta la maquinaria.
Así, el virus es verdad y es mentira. Verdad en cuanto discurso del poder. Mentira en cuanto su inexistencia puede probarse.
El virus es vida y es muerte. Vida porque sobrevive en nuestra mente. Muerte porque parasita lo que vive.
“Un virus en acción es casi invisible, la luz fusela su cuerpo. Se lo puede observar bien con el microscopio Electrónico, únicamente Después de muerto”, rezaba Gonzalo Millán, en Letra muerta, del libro Virus.
Solo nos queda el pensamiento y su respuesta inmune
El lenguaje y su imbatible viralidad.
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Ocaso de metal
Las palabras apuntan al final de finales
Hierven mentes y corazones
El desastre se vuelve la norma
Hombres y bestias azuzan el fuego
Descalabro de la razón
Traición de la luz
Se cierne la noche sobre el páramo
Se hunden las naciones
Se demuelen las obras
Las hienas del poder muerden la carne
La materia se resiente
El mal se vuelve metálico
Y los profanos pagan su deuda
El diablo renueva temporada
La Tierra precipita la agonía
Tras su rostro, reflota el horror
El vacío nihilista, hambriento de furia
Falso Dios de este mundo
Carcelero de ilusiones
disemina la mentira, cual peste
sobre su imaginario oxidado
Ya no hay misión, ya no hay sentido
Los bastardos acometen su crimen
Ecos sin voz se estrellan contra el muro
Sombras sin sustancia
Revelan lo real
La sangre ardiente y el alma desnuda
Se cierne la noche sobre el páramo
Se destruyen los proyectos
Se asfixian las gargantas
Los buitres de la discordia rapiñan la carne
La materia se retuerce y se revuelve
El caos se vuelve ácido
Y los blasfemos (de toda laya)
Montan su teatro
El absurdo renueva temporada
El cielo se precipita a su agonía
Tras la máscara, reflota el horror
El vacío absoluto
De lo que no tiene nombre
Ocaso de metal, cae el conjuro
Sobre los enemigos de espíritu
Ocaso de metal, cae el hechizo
Sobre los parásitos de la consciencia.
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No estoy contra cogito ergo sum, pero, sin embargo, dudo de que haya una certeza equiparable a Dios y a los conceptos elementales y artificiosamente elaborados por la cualidad fracturadora de la mente.
La palabra duda, más aún, el hecho de dudar, envuelve su etimología y definición en un orificio autófago para quien la erija como concepto. El querer establecer de ese artificio una certeza es precisamente y se vuelve en ese orificio, y hasta lo que dije, cabe la duda, se ve envuelto.
Conceptos parafernálicamente físicos: Pensamiento, yo, imaginación, ensueño, verdad, etc, etc, etc. no son más que espejismos que la mente [ese virus extra humano] incrustada en este animal bípedo proyecta y hace perfectible por medio de los cinco sentidos del susodicho animal. Apoyo a Burroughs al decir que: “el lenguaje es un virus”, pero el virus es para mí mejor dicho la mente, y, junto con ello, un parásito ontológico que corroe nuestra susceptibilidad haciéndola justamente susceptible, y por consiguiente, hambrienta de retribuciones ¿Respuestas?
Etapa final= fractura.
Por lo dicho, el pensar puede volverte como un orificio autófago, aunque creo o dudo que lo sean o ya lo somos o lo soy. No se puede imaginar una vida humana (con todas sus fracturas) en un cuerpo artrópodo, por ejemplo (como si Kafka supo hacerlo, pero solo siguiendo una línea humanoide).
De esa forma, la figura humana necesita de la oscuridad flemática de una pangea.
El caos inicial es la pangea máxima.
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Una poética de la oscuridad
Echar a andar el engranaje del pensamiento para constatar que no produce sino su propia y adhesiva repetición. Quizá sea posible concebirse, fuera de la rutina o dentro de ella, entre sus grietas, uno mismo como una máquina de excretar frases, simples sentencias que sean embriones de pensamiento total, a la manera de haikus o de parábolas indias, pensar así como ritual cognitivo para tu vida tanto psíquica como cívica, pensares equivalentes a musculaturas y respiraciones: un sístole díastole de escritura. El momento en que la letra entre sangrando en la vena y salga divorciada de algunos de tus orificios, de tu sistema completo, a la manera de una criatura, como el músculo del brazo o el sudor de una fiebre, ese puro proceso de adicción y de expulsión podría ser lo único, el placer y el deber escribir. Que los textos actuaran como molinos que emulen la violencia creadora de la sangre.
Ahora bien, es preciso que esa máquina de ficción en su curso inmortal purifique la falsa antinomia de los conceptos: la vida desconoce exclusividades, contiene las contradicciones porque son brochazos de un lienzo cósmico, no porque se borren a si mismas en él. Los conceptos binarios son como fisuras de un sistema nervioso: yo no amo sin odio, yo no vivo sin morir, yo no intuyo el núcleo sin la superficie. Las cicatrices del pasado pueden ser surcos donde florezcan nuevos sentimientos, eso lo sabían los griegos: el paroxismo de las cosas diluye sus opuestos, pero para llegar a esa verdad es preciso atravesar todo lo intrincado de las oposiciones del mundo, sentir la adversidad en tus órganos, ser tu mismo en algún punto el engendro de la adversidad de tu mundo civilizado.
Para conquistar la abismal pulcritud de una realidad pura como hoja, es preciso que te deshagas y que seas más negro que la tinta. De esa forma iniciática se podría llegar a escribir en cierto punto de inflexión. Se trata de una poética de la oscuridad, como ya lo revisaron Lihn, Millán y otros metapoetas. Por eso, en parte, la crueldad de la que hablaba Artaud, a nivel ético, siendo duro consigo mismo para que, en ese acto, germine una nueva apertura en y desde los otros, incipientes pero inherentes a esa cosmovisión.
Con todo, y por todo lo anterior, no puedo ser positivo, no puedo simplemente obviar el proceso vital del conocimiento, el ruido y el aceite de esa máquina. Para, al fin, ser o deber ser, debo contaminarme de ese ruido y de ese aceite, para saber, para aprehender, concebirlo todo, para intuir la la paz auténtica de toda esa mecánica, una ecología de la mente. Por eso, escribir implicaría volverse negro e indescifrable como tinta hasta que la página en blanco -tu realidad- aparezca virginal y total, como una ventana abierta después de tu primera y última noche de bodas.
No es posible escribirse por entero, ergo, hago de mí una obra por correspondencia absoluta. Nadie ama a nadie, por lo tanto, en esa nada es posible que seamos oscura significación, como un vacío oriental: prodigios de oscuridad, sombras de mundos.