jueves, 15 de mayo de 2025

Comentario a inicio de “Hijo de ladrón” de Manuel Rojas

El narrador protagonista de Hijo de ladrón parte su relato con dos preguntas en una: “¿Cómo y por qué llegué hasta allí?”. Desde ahí, trata de recapitular lo que fue su experiencia en la cárcel, lugar que no es detallado al principio, pero que cobra entidad conforme avanza el relato. El sujeto reconstruido por la voz narrativa se trata de un sujeto desorientado y vacilante. Su voz comienza tratando de buscar alguna mínima certeza que le permita seguir con la narración, y para eso se va interrogando a sí mismo y se cuestiona sobre su propia memoria, sobre sus recuerdos más inmediatos y luego, sobre su experiencia del todo traumática producto de su encarcelamiento. No indaga en los hechos vividos en la cárcel, no tiene tiempo, está demasiado embotado o atravesado por el cansancio o el sufrimiento, de modo que el tiempo para la voz narrativa es un factor indeterminado, algo que vuelve aún más dubitativo al protagonista. Tiempo que, sin embargo, se volverá determinante para su vida, una vez liberado. A propósito, Tiempo irremediable era el título original de la novela, antes de llamarse Hijo de ladrón.

Conforme avanza, la voz del protagonista se limita a mencionar episodios que lo marcaron física y anímicamente, para recobrar algo de fuerza y prepararse para lo que viene. De esa manera, detalla su salida de la cárcel. Acá la voz narrativa expresa una incertidumbre evidente. Señala que para el protagonista nada es fácil, ni siquiera el propio hecho de morir, se manifiesta además una desazón y una impotencia: “¿Qué hacer? No era mucho lo que podía hacer; a lo sumo, morir; pero no es fácil morir”. Lo que debiera ser una situación catártica, al protagonista lo encontró perplejo. Una paradoja vital se produce en ese momento. La voz narrativa delimita, en este punto, la vacilación existencial que envolvió a Aniceto Hevia y que condicionó el rumbo de sus pasos de ahí en adelante.

Recién en la parte dos del inicio, la voz narrativa recobra, poco a poco, los puntos de referencia que constituían la vida pasada de Aniceto. Lo marcó la pérdida de un amigo, primera persona íntima a la que menciona; luego, su arribo al puerto de Valparaíso y su atropellado zarpe al norte por culpa de una serie de personas con cargos de poder, a las cuales Aniceto desprecia. Es en este punto del relato que se dejan entrever visos a una mirada anarquista, la cual resuena con la propia biografía de Manuel Rojas y el recuerdo de sus años de persecución política en la década del 20. La voz narrativa de Aniceto deja patente su desprecio contra lo establecido, y es en ese mismo momento en el que comienza a reconfigurarse su identidad, difuminada durante su tiempo de encierro, sobre todo cuando se asume como un sujeto inmigrante, desahuciado, abandonado por el Estado, literalmente “sin Dios ni ley”, expuesto a la intemperie y al desarraigo. Uno como lector no puede imaginarse a Aniceto Hevia sin esas variables, sin esa voz que surge del encierro, sin esa zozobra humana, sin esa memoria que pugna por ser reconstituida, y sin esa tan marcada conciencia social que emana desde la propia subjetividad golpeada del protagonista, una conciencia real, orgánica, nunca impostada.

Durante el episodio del tren y del extravío en la frontera chilena, se recuerdan con mayor claridad y nitidez los eventos. Será por su calidad de dolorosos e injustos. Y esto, de alguna manera, permite anticiparnos al tenor de la narración a lo largo de toda la novela. El carácter introspectivo y reflexivo se hace más patente, a medida que la voz articula la memoria de manera progresiva y se asienta sobre los hechos que marcan el derrotero de Aniceto y sus andanzas dignas de un personaje de teatro picaresco a la chilena, claro está, sin ascenso ni redención posible. Es ahí en donde se anticipa, luego, la clásica reflexión sobre la “herida” que el mismo protagonista se hace, con el procedimiento del monólogo interior, propio de la narrativa contemporánea de corte existencialista, que yo llamaría “diálogo con la propia conciencia”. La herida existencial ya estaba contenida desde el inicio, ya estaba supurante, solo que no estaba expresada abiertamente, producto de la vacilación del protagonista, por lo que la voz narrativa se limitó a expresar la desorientación y a tratar de reconfigurar el centro psicológico del personaje.

Las preguntas al principio abren una brecha e invitan a conocer el motivo de la caída del protagonista y la razón de su (mala) suerte. Incluso, podrían leerse como versión chilenísima, porteñísima, de las viejas preguntas filosóficas “¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?”. Podría decirse que Aniceto hizo suyas esas preguntas porque reflejaron su propio estado del ser en ese instante. Esas preguntas invitan a viajar al infierno del protagonista, su propio tormento interior y sus circunstancias avasallantes. Pero, lejos de ofrecer salidas lógicas o razonamientos, pueblan de mayor incertidumbre la conciencia del propio lector, interpelado por la indignidad en la que vivían Aniceto y sus propios compañeros, sus “camaradas de ruta”. Al identificarse con el protagonista, sin embargo, se logra ese pacto de verosimilitud que permite, en cierta forma, reflejarse en la humanidad rota de Aniceto, la cual, a su vez, se proyecta en la situación de todos los hombres desposeídos en su condición de paria social.

El comienzo de Hijo de ladrón, al estar narrado en primera persona, en calidad de rememoración, consigue ese carácter íntimo, descarnado y confesional propio de la escritura de diarios de vida o del testimonio autobiográfico, otro signo de la narrativa contemporánea, que hace de la psicología del individuo el centro de gravedad. Y he aquí que la narración ofrece más preguntas que respuestas. ¿Cómo saber en qué punto lo que estamos leyendo es enteramente ficticio o tuvo un eco en la realidad fáctica del escritor? ¿Cuánto de ficticio y cuánto de fáctico hay en tal o cual parte de la novela? Preguntas que uno como lector puede hacerse, si tiene el afán de buscar los nexos posibles entre vida y literatura.

Es evidente que hay elementos de la vida del propio autor en la narración del protagonista, pero tampoco podemos reducir su riqueza narrativa a esa búsqueda entre ficción y realidad, sobre todo cuando la voz narrativa configura, a partir del relato del protagonista, un mundo ficcional posible, con ciertas referencias a una época y a un contexto determinado: el Valparaíso de principios de siglo, visto desde la mirada del abandono social y la precariedad. La resonancia con el presente es inevitable. El contexto de recepción de la obra se vuelve punto focal de reverberación, sobre todo cuando se lee en la misma ciudad representada en la novela, bajo otras circunstancias históricas. Pero ¿será el Valparaíso de Hijo de ladrón el mismo que el vivido por Manuel Rojas? Es más ¿habrá alguna relación remota entre el Valparaíso imaginado y vivido por el autor, y el Valparaíso del tiempo presente? ¿Cuánto del Valparaíso (Chile) de Hijo de ladrón hay todavía en el Valparaíso (Chile) de hoy? Son preguntas que surgieron producto de esta lectura, y que permiten problematizar la mirada sobre el espacio vital y el imaginario de la ciudad, hasta nuestros días. De partida, la cárcel sigue estando arriba en el cerro, y los reos que salen en libertad continúan bajando hacia el “plan”, que es como se llama al centro de la ciudad. El mar de Valparaíso sigue siendo el horizonte abierto en el que se funden los marginados.

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