El desarrollo de los estados modernos ha sido influido, en mayor medida, por los acontecimientos políticos ocurridos durante el periodo de la Ilustración y, más concretamente, por el republicanismo y el constitucionalismo posteriores a la Revolución Francesa. A partir de ahí se han consolidado muchos de los países que actualmente conforman el mapa mundial. Estos procesos, sin embargo, no han sido del todo pacíficos ni diplomáticos. Paradójicamente, muchas de las conquistas civilizatorias que hoy se dan por sentadas en prácticamente todo Occidente y Oriente, tales como el establecimiento de constituciones para cada Estado nación, la idea de democracia representativa y la soberanía popular, han sido instaladas mediante enfrentamientos de todo tipo. Es cosa de citar los procesos de independencia en muchos países de Latinoamérica y, sin ir más lejos, la serie de revoluciones, contrarrevoluciones y conflictos ocurridos durante las guerras mundiales del siglo XX, en prácticamente todo el mundo. Por todo esto, resulta una tarea titánica el poder legitimar aquellos principios establecidos en las constituciones de cada Estado soberano, sin antes proceder con una desconfianza radical, dados los antecedentes históricos.
En pleno siglo XXI, muchos de los estados modernos continúan con su propia estructura constitucional y con su propia soberanía, pero se ha acrecentado, en muchos frentes, una profunda crisis de representatividad política, un descontento ciudadano del pueblo contra sus gobiernos y contra el propio Estado. De un tiempo a esta parte, entrando en la segunda mitad de la década, ha aumentado dicha crisis, tanto a nivel nacional como internacional, producto de diversos factores muy complejos, como el advenimiento de la pandemia, la saturación del sistema financiero mundial, el despliegue de distintas revueltas e insurrecciones, el descrédito de los líderes políticos, el aumento del desarrollo tecnológico en desmedro del factor humano, la disolución de las identidades individuales y sociales y la falta de arraigo en una sociedad cada vez más “líquida”, parafraseando a Zygmunt Bauman.
Frente a este escenario adverso, se han llegado a cuestionar los propios valores promulgados durante el auge de las repúblicas modernas. Ya no resulta tan representativa una democracia que siempre favorece a una elite económica y a una casta política. Ya no parece que el Estado nación sea tan soberano, cuando los tratados internacionales y los intercambios comerciales con otros países se realizan sin consultar a la ciudadanía, y cuando esos mismos acuerdos están mediados por intereses de poder y de dominio, y ya no tanto por cuestiones valóricas, morales o siquiera ideológicas. ¿Es posible hablar de un Estado soberano cuando el conjunto de la sociedad ha perdido su sentido de identidad y de pertenencia con su nación? Como hubiera pensado el historiador Mario Góngora, la crisis del Estado en Chile en el siglo XX se ha vuelto un problema crucial, en circunstancias de que nuestra propia nación fue “pensada y creada por el Estado”. Dicha crisis tiene su propia historia y sus propios motivos, pero también es un reflejo de los avatares mundiales que se han precipitado en el último tiempo. En parte, la crisis del mundo en el presente siglo es también la nuestra. Para poder enfrentarla, hay que partir por recuperar nuestro sentido más profundo de soberanía.
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