miércoles, 5 de enero de 2022

Un nuevo inquilino, un caballero jubilado, llegó a la casa. El día de año nuevo entré a la cocina y ahí estaba, sentado, solo, comiendo un sencillo plato de reineta y ensalada y sirviéndose una copa de vino. -¿Qué tal? Feliz año- le dije. –Aún no. Es de mala suerte desearlo anticipado-, me respondió, sorbiendo lo poco de vino que le quedaba. –Está bien, provecho-, le volví a decir. Nos saludamos con un estrechón de manos. Enseguida, le pregunté si iba a pasar la fiesta de año nuevo acá o en familia. –Lo pasaré acá no más-, me respondió. –Sucede que llegué hace poco, porque tuve un atado con mi señora, así que nada…-. No quiso ahondar en explicaciones. Era suficiente con decir que pasaría ese año nuevo solo porque tuvo problemas con su señora. ¿Qué clase de problemas? ¿Volvería con ella o se alejaría para siempre? Solo él lo sabía, era asunto suyo y por lo pronto, no importaba. El hecho es que cenaría solo acá en la casa, sin mayor expectativa. Luego de desearle nuevamente provecho, volvió a beber otro poco de vino. Me ofreció pero no quise. Volví a lo mío y preparé todo para ir a compartir en familia. De pronto, la figura del caballero comiendo solo en la cocina se repitió en mi cabeza. Ese iba a ser su único panorama. Una suerte de duelo o, por el contrario, una especie de “retiro espiritual”. Nos separaban años y generaciones, pero, curiosamente, coincidimos en ese punto, en esta disyuntiva: seguir o no adelante.

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