domingo, 24 de octubre de 2021

Carmen Mola

En España, una escritora de nombre Carmen Mola fue toda una revelación con su novela titulada La bestia, a tal punto que fue recomendada por el Instituto de la Mujer y ganó el premio Planeta. Nadie sabía de la existencia de la misteriosa escritora sino a través de su laureada obra. No fue hasta el momento de recibir el galardón, que se reveló la verdadera identidad del autor, quien en realidad se trataba de tres escritores, escondidos detrás del nombre Carmen. Después de recibido el premio, dijeron a los medios: “estamos hartos de mentir”. Uno de los argumentos que llevó a este trío a usar aquel seudónimo era que nadie leería su obra si aparecían tres nombres en la portada, por lo que eligieron uno de manera rápida, Carmen, y afirmaron que molaba, entonces, le colocaron Carmen Mola, en un ejercicio que puede evocar a los dadaístas, tras elegir la palabra dadá casi de manera aleatoria en un diccionario. Por lo tanto, aquí el criterio de los autores fue más bien pragmático.

El impacto por la identidad de los autores fue similar al de una bomba atómica en el seno de la literatura feminista española. Muchas libreras, editoras y escritoras se indignaron a tal grado que los libros de la otrora Carmen Mola –que en realidad era el seudónimo de tres hombres- fueron retirados sin apelación, como rechazo a este engaño, alegando que se trataba de una “gran maniobra de marketing” y un “ataque frontal al esfuerzo de las mujeres por ver reconocidos sus derechos en el mundo editorial”. ¿Cuál es el problema con esto? Pues que deja entrever una paradoja. Por un lado, el nombre de una escritora se volvió famoso, lo que implica, en sí mismo, su poderosa llegada y efectivo marketing en la actualidad; y, por otro, la obra fue inmediatamente descartada en cuanto se supo de la autoría real, independiente de la calidad literaria de la novela, lo que implica además un sesgo de discriminación únicamente por el sexo de los autores. Irónico que aquellos que disfrutaron la obra, luego de conocer quiénes eran los autores, ahora, con suma hipocresía, aleguen sentirse decepcionados.

Indignaciones aparte, este hecho metaliterario debería servir para reflexionar con altura de miras. ¿Hasta qué punto, como dirían Barthes y Foucault, ha muerto el Autor, en un medio que continúa poniendo en la balanza su visibilización identitaria como forma de sostener una determinada visión de mundo a través de la escritura? ¿De pronto, la valía y trascendencia de una obra literaria recae exclusivamente en el sexo del autor, pese a su uso fraudulento, pese a su marqueteo? ¿De pronto, la identidad está tan cargada ideológica y simbólicamente que se extiende, de forma irreversible, hacia toda su escritura y pasa a monopolizar todas sus posibles significaciones? ¿Qué se entiende, bajo estos términos, por igualdad? ¿Revanchismo eterno? ¿Discriminación positiva? 

A mi juicio, aquella misma injusticia que alegan sobre la invisibilización de la escritoras del pasado, algunas de ellas, escondidas detrás del nombre de un hombre, ahora se está replicando, pero en el sentido opuesto. Lucha dialéctica sin fin. Ya no importa tanto la visibilidad de todos los escritores en igualdad, de acuerdo a sus verdaderos méritos, independiente de su sexo, su etnia, su clase, como contraponer la invisibilidad de algunos con la visibilidad de otros. Como sea, la anécdota de Carmen, lejos de cerrar el debate, lo abre, dejando una pregunta instalada en el lugar del nombre, para repensar el lugar de la obra entre el fuego cruzado de los discursos. Quizá sea bueno reconsiderar estos asuntos con espíritu crítico, porque, como los propios autores afirmaron: "creemos que la literatura no tiene género".

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