martes, 7 de septiembre de 2021

—Tal como pasa con los derechos humanos, que si todo se considera como tal, al final nada lo es, ¿no ocurre lo mismo con la violencia? Se lo pregunto de nuevo a propósito de la comisión de Ética, que define incluso como violencia aquello que verbalmente provoque un malestar emocional.

—Creo que hay un ánimo inquisidor en la comisión de Ética, que supongo es algo que se va a corregir, pero hay como una especie de decálogo de lo correcto, que es un límite absoluto a la libertad de las personas, de los propios miembros de la Convención. Hay incluso una sanción de impedir que hablen por quince días. Y hay otra, que me parece la más estrambótica de todas, que es mandarlos a una especie de reeducación, que es lo que hacen los chinos con los musulmanes... O sea, ¿Qué es eso? ¿De dónde salen esas ideas? Me llama mucho la atención que en una instancia democrática se permitan ese tipo de licencias.

—Pero siempre se hacen en nombre de buenos valores: para que nadie le cause daño al otro, para que se respete la diversidad...

—Claro. Es lo que Todorov llama "la tentación del bien": esa tentación en que, por hacer el bien, terminas haciendo el mal, limitando las libertades, imponiendo tus propios criterios. En definitiva, imponiendo una dictadura: la dictadura del bien. Un demócrata sabe que la democracia no es para uniformar a las personas. Tampoco para redimirlas. Para eso son las religiones. O las ideologías totalitarias. Lo que hace la democracia es posibilitar convivir entre todos, respetándonos nuestras libertades. Esta idea de que tú puedes imponer el bien, o lo que crees que es el bien, es esencialmente totalitaria, ni siquiera autoritaria.

—Usted ha hablado de la elevación política de la víctima, donde ser víctima entrega una suerte de superioridad moral. ¿Cuál sería una forma sana de enfrentar el tema, asumiendo que hay víctimas, pero sin dar pie a abusar en nombre de ellas?

—Estamos en una era que algunos autores llaman la era de la víctima. Ante un evento histórico, antiguamente, se centraba la mirada en los triunfadores: el ejército que ganó, el líder que ganó. Hoy día no; es la víctima la que importa, el que fue derrotado. Entonces, estamos en un momento cultural en que la víctima se para al centro del debate y tiene como quien dice "privilegios", entre comillas, porque no es ningún privilegio ser una víctima, pero tiene privilegios en el debate público, porque tiene una autoridad moral. Yo pienso que la víctima tiene también una responsabilidad quizá mayor, pues vivió en carne propia lo que significó perder la democracia.

—¿Qué alcance puede tener todo eso? En principio parece sano asumir que hay víctimas que han sufrido.

—Es sano que tengan esa voz. Lo que pasa es que los actores políticos y los actores académicos no pueden seguir irreflexivamente el discurso de la víctima, porque se impide una reflexión crítica sobre lo que pasó y a veces incluso se adoptan verdades falsas. Por otro lado, la víctima se posiciona de alguna manera como un personaje virtuoso, en circunstancias que habitualmente es una persona normal. Hay una idealización cultural.

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