lunes, 29 de octubre de 2018

El arrendador le llama la atención al nuevo inquilino por el carrete masivo que hizo el día sábado en la casa. Hacía tiempo que no pasaba eso, en un depa en donde reina lo quitado de bulla como regla, a lo sumo su vacile puertas adentro, piola. El loquito nuevo es colombiano. Motivo suficiente para justificar su actitud de rumba, entre tanto vecino flemático (me incluyo). Recuerdo bien esa noche. Tenía puesto un karaoke a todo chancho y a toda raja de un tema de Los chiches del Vallenato. Cantaba con los comensales a viva voz y a son etílico: "No me pregunten por ella, no me pregunten cuándo volverá. No hagan más grande mi pena, no hagan que llore y la recuerde más". El karaoke era tan animoso que se colaba por los entrecejos del resto de la casa, inundando de una impresión tropical y arrebatada lo que solía ser introspección y oscuridad casi todos los fines de semana. No podía conciliar el sueño, pero qué importaba, era día sábado por la noche, y su servidor ya había renunciado a toda esperanza de algún panorama entretenido, con la clásica excusa de la enfermedad y la falta de presupuesto. El hueveo del colombiano sonaba a algo que haría cualquier mortal con ánimo fiestero. Pero la decisión no pasaba por él. El arrendador le dejó claro al loquito que una de las reglas de la casa era que no se permitían carretes desenfrenados. Le aseveraba que no se trataba de nada personal, sino que solo en vista de que debía rendirle cuentas a la dueña del boliche, que vive en el piso cinco, justo arriba de nosotros. "Imagínate escucha el hueveo acá abajo y por pura tincada nos echa cagando a todos", confirmaba el arrendador, buscando la explicación al paqueo aguafiestas. Sus dichos dejan entrever una verdad en la que no había reparado del todo, creído en que el arriendo mes a mes garantizaba algo remoto: somos únicamente aparecidos en un suelo y un techo que no nos pertenece y, ya sea por un exceso de alegría o por un dejo de aburrimiento, podemos acabar de patitas en la calle, a la intemperie con nuestras ganas de sortear la valla o de seguir en el júbilo de la despreocupación. No le reprocho nada al nuevo loquito. Después de todo, tampoco lo conozco, pero en virtud de la tranquilidad que se había establecido en el departamento más por regla que por costumbre, me limito a asentir la medida drástica del arrendador, mientras busco silenciosamente el playlist festivo de aquel mambo tan atípico. La fiesta ya ha cesado en la casa, por mandato imperioso, pero su eco continúa en mi cabeza como síntoma de algo más, una vicaria necesidad de catársis o un estupor ante el nuevo espíritu gregario que ha revitalizado este claustro y que -para bien o para mal- ha llegado para quedarse.

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