jueves, 13 de septiembre de 2018

Al despertar, una ínfima telaraña tejida en el interior de la pantalla de la lámpara del velador. Una termita alada, moribunda, figuraba cautiva en esa tela luminosa. Había dejado la luz prendida. Más bien, me había quedado dormido con la luz prendida. Antes que se me apagara la tele, dicha telaraña no existía. Al parecer, el arácnido dejó atrás la oscuridad de los libros del estante, para arrimarse hacia un objetivo más visible, irónicamente, menos evidente. Lo cierto es que no hay rastro del arácnido. Debe haberse escondido detrás del mueble o tal vez debe haber regresado a la acogedora sombra de los libros apilados al fondo. En cuanto rompí la telaraña metiendo la mano alrededor de la ampolleta, me di cuenta que habían por lo menos tres cadáveres de termitas. Más secos que un palo. Los tiré ventana abajo, y sin ánimo de buscar al fantasmal arácnido, desistí y lo dejé en paz, sea donde sea que esté. Después de todo, no era ninguno el daño que estaba haciendo con su presencia escurridiza, excepto pretender rellenar con su tela insolente los espacios vacíos de la pieza, como queriendo decir: agradece que hay algo acá dentro aparte de ti mismo.

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