viernes, 20 de mayo de 2022

En clase de Tercero diferenciado, hay un cabro que se sienta en la primera fila frente al puesto del profesor, siempre completamente solo. Cada vez que voy a revisar lo que hace, únicamente escribe algo en el cuaderno que no tiene nada que ver con la materia. A veces, llena una página entera escribiendo cosas. Le pregunté al cabro qué era lo que escribía y por qué lo hacía. Dijo que eran simplemente pensamientos. Lo hacía, según él, porque le nacía hacerlo. Iba a decirle que mejor avanzara en la materia, pero, como escritor, lo dejé ser. No quise preguntarle si podía leer algo suyo. Sabía que le daría vergüenza. Había que dejar ser al cabro qué únicamente esgrimía su pluma contra la página en blanco como en un ejercicio de suma concentración o meditación. A veces, era tanta que parecía un poseso y un obseso, totalmente abstraído de la realidad curso, tanto que ni siquiera sus compañeros le dirigían la palabra. Solo seguía escribiendo, línea tras línea, con total impunidad y con la venía del profesor, cómplice de su escritura introvertida. Nadie podía llegar a saber la verdadera razón por la cual dejaba ser a este cabro, al escribir en total silencio aquellas misteriosas palabras aún no legibles. Reinaba en el curso, sin embargo, la incógnita respecto a esta situación. Todos sabían de la existencia de su compañero, pero nadie advirtió que él podía escribir encerrado en sí mismo, desatendiendo el aula, porque su profesor fue también, cuando alumno, ese cabro, ese ser retraído, dándole la espalda al mundo y empujándolo a continuar con la faena incansable, hasta que de aquellas páginas escritas en clases pudiera alzarse algo que venciera la infamia o bien algo destino a brillar por un segundo para luego acabar condenado al olvido.

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