miércoles, 11 de mayo de 2022

Cuando a algunos cabros les dije que había publicado un libro, comenzaron a mirarme de otra forma. Se notaba en ellos una mirada pristina de admiración, como si realmente haber publicado le diera a uno un estatus distinto o una seña de realización. Allá afuera, en la realidad, dentro del circuito literario, podría no significar absolutamente nada, entre tanta competencia furibunda, pero dentro del aula, tener un libro bajo la manga te hacía ver casi una celebridad. "¿Cómo se llama su libro, profesor?", preguntó la alumna escritora. "Rinconada", le respondí. Luego, curiosa, dijo si acaso aún me quedaban copias o si podía conseguirlo en alguna librería. "Al libro le fue muy bien, querida. Ya no quedan libros físicos" le dije. "¿Y en PDF?", volvió a preguntar la alumna. "Es que quiero leerlo, profe". Le respondí que no había problema en mandarle una copia digital de mi libro. La alumna quedó satisfecha y prometió leerlo, entre tanto libro del plan lector. Era cosa de tiempo para que se volviera lectora de la obra de su profesor, acaso una crítica acérrima o una diletante. Increíblemente, el aula se había vuelto ese "otro" medio literario tan soñado, recobrado luego de la infamia. El universo de lectura había hecho lo suyo en la galaxia de la pedagogía.

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