El Papa rezó en la Plaza San Pedro completamente solo por primera vez en la historia de la Iglesia Católica. “Estamos todos en la misma barca y somos llamados a remar juntos”, declaró. Un llamado a la universalidad desde la desolación. Jamás había acontecido un hecho simbólico que reflejara tan poderosamente el vacío del catolicismo, orando por el dolor y la miseria de la gente desde la propia cuarentena de la institución eclesiástica. Una clara evidencia que demuestra la crisis de la Iglesia, pero a la vez la fuerza y persistencia de su tradición. Los cristianos en sus casas oran también a Dios a raíz de su aislamiento. En efecto, siempre lo han hecho de ese modo, solo que ahora el signo de la fe ha dejado su marca gregaria merced a la nueva peste, y se ha inclinado por la individualidad de cada creyente, como en un retorno a las pruebas de fe descritas en el Antiguo Testamento. Cada quien se debate contra el miedo a lo incontrolable, depositando su confianza en la abstracción de una fuerza superior y, finalmente, en una eventual reconciliación de la humanidad con lo absoluto. Pero, a fin de cuentas, como dijese Boris Pasternak: “Dios es lo que cada quien hace con su soledad”.
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