viernes, 21 de septiembre de 2018

A unos metros de Carrera, se acercaba detrás mío un tipo a paso firme. Iba acompañado de un perro. No temí nada. Seguí tranquilo por la acera, hasta que al hacerme a un costado, el tipo se adelantó, pero luego se acercó entreviendo un ademán reposado. Todo indicaba que quería pedir alguna cosa. Entonces, cuando retomó el paso, no la pensó dos veces y preguntó: ¿amigo, tendría una gamba pa la micro?. Un tanto escéptico, y todavía apresurado, le dije que no tenía nada, en ocasión que realmente sí tenía, pero ante la duda mas valía abstenerse. El tipo, ducho, captó la movida, y siguió rumbo a la avenida, en un tono totalmente complaciente, incluso disculpándose por el inconveniente. Antes de alejarse, eso sí, había aclarado que era de Talcahuano, como justificando su aparente extravío por estos lares. Pero cuando estuvo a punto de alejarse lo suficiente para cruzar a mitad de cuadra, dio vuelta el rostro queriendo comentar algo a lo lejos. "Así es la vida del honesto", decía, en el momento en que el perro lo seguía como su sombra animal, ícono de la transparencia. No esperaba ninguna clase de réplica, solo comentaba al aire como queriendo desahogarse, y de paso, arrojar esas palabras desaforadas a modo de indirecta con su único interlocutor, tal vez, en el fondo, igual de perdido por la vida, contra el silencio de la calle a estas horas de la noche. No podía saber si el tipo realmente necesitaba esa mísera gamba, o si la necesitaba con quizá qué clase de motivación, y él tampoco sabía si yo realmente no quería darle esa gamba porque no tenía, porque sospechaba de él o porque no me daba la real gana. No cabía ya la verdad en ese encuentro inconexo y azaroso, pero sí cabía, en cambio, el velo del diálogo abrupto entre desconocidos, la política de la casualidad como la única ley de la noche, sin derrotero ni tampoco sin explicaciones.

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