sábado, 19 de agosto de 2017

Hoy en el metro, un par de cabros disfrazados de no sé qué. Una chica ocupaba una almohada para dormir en los asientos mientras roncaba a propósito. Su compañero le contaba al público su historia. Una especie de fábula dadaísta. Decía que era algo así como un pájaro. En eso, el playlist tocaba Fiona Apple, Fast as you can. Parte del video ocurría también dentro del vagón de metro. A lo que acababa el tema, los cabros comenzaron a tocar la armónica, y luego uno de ellos, después de haber rematado la historia, le solicitaba al público una cooperación. Pasaba por los asientos la mujer pájaro. Nadie había entendido nada, pero algunos, más por el incómodo silencio que por convicción, acabaron por aplaudir el show. Los aplausos se sentían rutinarios, e incluso un poco mecánicos. La rutina de los chicos, extrañamente, no lo fue para nada. Incomprensible por inaudita. Lo único rutinario en ese lapso fue el aplauso y la limosna. El propio viaje lluvioso servía de contexto para nuestros artistas incipientes. Acaso siempre el aplauso y la limosna se vuelven una rutina. Acaso siempre el auténtico viaje es hacia el absurdo, como el propio teatro en movimiento, a hora punta, un día viernes por la noche.

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