domingo, 13 de marzo de 2016

El invitado canino


En la esquina de la Catedral de Valparaíso, una turba de gente esperaba anoche la salida de unos novios acabando de casarse. Había muchos que eran marinos. También harta chica medio cuica, alta, delgada, de rasgos caucásicos. Una que otra de rasgos más humildes, pero no menos refinada. Vestidas para la ocasión, pero de todos modos, sueltas, risueñas, buenas para la talla, como buena chilena. Así se ve a simple vista un casamiento naval. Al pasar por ahí uno se convertía en espectador. Mucho rato esperando para cruzar los invitados podrían creer que uno está puro sapeando o, peor aún, que se quiere colar. Lo más particular de la noche fue un perro que no paraba de ladrar alrededor del gentío. El ladrido del perro no sabía si estaba lleno de emoción o de enfado por invasión de territorio. No sabía si el perro hacía las veces de guardia de seguridad, o de vagabundo misántropo que les echaba la espantada a esa tropa de invitados indeseables. Solo una vez que se asomaron los novios, y se dispersaron entre la multitud para entrar al auto, el perro como que se calmó y dejó de ladrar. Sin embargo, una vez que el auto comenzó su marcha, corrió tras el vehículo. Los invitados, entre satisfechos y expectantes por la fiesta de la noche, seguían allí, regocijados por la felicidad ajena, extasiados por celebrar el sagrado vínculo, antes de que los alcance a ellos y la historia se revierta. El perro, mientras tanto, seguía inútilmente el vehículo. Cuando ya vio que lo perdió, se devolvió a su territorio todavía invadido por la muchedumbre de invitados. En ese momento no se sabía si quería solo perseguir las ruedas o realmente quería putear a los novios por casarse en su territorio. (O, imaginando que el perro fuera un aguafiestas, simplemente por casarse). De esa forma, con paso lento, resignado, volvió donde los invitados. Como buen solitario, no quiere saber de matrimonios. El perro de verdad no se casa, solo quiere ladrar, comer, y a lo sumo follar. Se parece mucho en eso a los hombres. Solo que se desespera cuando no sabe qué pasa, y cuando ve que ya no tiene alternativa entra de colado, entra de colado en su propio territorio ya invadido, a ver si logra retomar su antigua vida, o sacar provecho de los invasores. El simpático animal caminó finalmente cerca de una de las niñitas cuicas que tenían por pareja un marino, a medida que se iba, como tratando de ver si acaso podía al menos contagiarse de la felicidad humana, e irse tranquilo a la próxima esquina.

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