martes, 27 de octubre de 2015

Un amigo antaño decía: “si lo que escribes no te ayudará a ligar chicas, entonces ¿para qué lo haces?”. La escritura, de la forma que sea, entendida como una mera extensión del deseo sexual, como una sublimación o postergación. El típico deseo gravitante del hombre de todas las épocas. La condición sine qua non del macho, aunque este solo se pusiese a escribir. Otro amigo dijo, más en broma que en serio: "ellas siempre prefieren al que se destaca, al que cumple con su prototipo. Incluso si se trata de marcar más puntos jugando a las bolitas". La competencia encarnizada de la especie por perpetuarla y por saberse mejor y grande, mediante la excusa de las palabras y su capacidad imaginativa, ficticia. Una gran división entre los autores de acuerdo a su relación con las mujeres. No todos saben la importancia de este aparentemente simple hecho, y tampoco, no todos los grandes escribieron con ese propósito de manera explícita. Es porque el escribir en sí puede que sea solo una cualidad entre otras, una raya para la suma, o bien, el plus definitivo. 

En el fondo, lo que quería decir aquel amigo era que hay cierta actitud, por muy fracasada o excéntrica que parezca, en el crearse una estampa de escribiente, que bien podría ser aprovechada con el propósito de requerir los favores del sexo opuesto. El para qué de escribir siempre confuso, pero esa incertidumbre ofrece cierta imagen de misterio. El misterio siempre seductor, siempre subliminal. Todo, al fin y al cabo, recae en el estilo, según dicen. Sin el estilo, o su intuición, o su búsqueda remota, se está perdido. No puedes asegurar que lo que escribas le guste a nadie, en este caso a una chica, al menos que seas un maestro de la especulación lectora (o seductora), pero tu actitud puede que haga toda la diferencia. O quizá, pese a convertirse la escritura en una especie de darwinismo de la seducción, no haya fórmula realmente efectiva, y ellas solo quieran de acuerdo a criterios demasiado subjetivos y específicos, sobre todo, volátiles. 

Imaginar una realidad en que el deseo se desvíe del plan social y natural para siempre, en que no todo sea ganancia y lucha genética, en que ellas amen más a los perdedores, pero no al perdedor absoluto: al poeta, al que escribe para si mismo, pero, por eso, también para otra, en su ausencia, por muy irreal que sea, o por demasiado verdadera e inalcanzable.

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