jueves, 15 de octubre de 2015

El honor del Espartaco



Una vez mi padre, como suele hacerlo en sus analogías entre cine y política, dijo que la situación actual de nuestro país puede ver su contraparte reflejada en el argumento de la película Espartaco de Stanley Kubrick. En el fondo, todos seríamos esclavos por igual, solo que la diferencia estriba en reconocerlo y, a pesar de eso, guardar cierto ápice de orgullo y capacidad de resistencia. La lucha clásica venía dada por el motivo del honor, término prácticamente desconocido hoy por hoy y solo almacenado como alguna vieja ética elitista. 

Si se piensa en gran escala, todo conflicto pone en tela de juicio algún remoto concepto de honor desde ambas partes, por muy sucias y materiales que sean las prácticas y objetivos que se buscan, como pudiera pensarse en nuestro actual estado de cosas, asociado a Chile y su estructura neoliberal. Se trata del honor del esclavo que, a pesar de vivir subyugado al imperio, enfrenta la arena sujeto al arbitrio de los poderosos, con el riesgo de volverse el espectáculo de una masa impertérrita. Una genealogía del poder nos permitiría pensar que la diferencia entre los esclavos de todas las épocas es cualitativa en términos del honor que les es permitido poseer, lo que determina, a fin de cuentas, su cualidad propiamente humana. 

Así visto, el Espartaco de Kubrick sería el del gran mito mesiánico, el del redentor que, desde la sombra de la ignominia pública, levanta a todo un pueblo hacia su libertad, a pesar de que este no sepa precisamente qué hacer con ella. No le importaría la muerte, su legado “le sobrevive” en su hijo y su mujer huyendo prófugos por siempre. Tenemos, en cambio, otra categoría de esclavo, completamente deshumanizado, que solo puede existir en el anonimato y bajo la sombra de un amo, sin voluntad propia. Era la mayoría de los esclavos romanos. Un hombre era considerado tal si solo podía saltar la gran barrera del honor. No lo era tanto por la condición económica, como ahora, ni por su pertenencia a la polis ni a una lengua, puesto que aquellos bárbaros, extraños a la civilización, poseían igualmente cierto orgullo, cierta humanidad galopante, siguiendo otros caminos, al alero de dioses distintos, pero suya, al fin y al cabo. 

Mi padre entonces, al hacer un parangón entre aquel concepto de la película y lo que él intuye que está pasando actualmente, expresa su descontento de forma categórica: Chile es un país que ha perdido el honor. Es un país esclavo como tanto otros, pero se ha vendido y ha consentido venderse. Podría incluso concebirse como la gran traición hacia sí mismo perpetrada por Fausto: el vender el alma, el honor, a cambio de sabiduría o, en este caso, mejor dicho, de poder, pero de falso poder supeditado deshonrosamente a otro más grande, y con la ilusión de la grandeza frente a la miseria. Pero eso no quiere decir que esté muerto en vida. Los contextos y la trama histórica han cambiado, aunque ciertas cosas recurren en un ciclo. 

En fin, se puede seguir siendo esclavo deliberadamente, hipotecando la existencia por unos cuantos bienes materiales, persiguiendo unos sueños e ideales de contrabando que el propio imperio invisible insufla en sus ciudadanos anónimos, pero con el romanticismo de que todo puede en algún momento cambiar, sin que eso signifique precisamente luchar por ello y conseguirlo; o bien se puede elegir un camino todavía inexplorado y que parece solo posible en los libros: el camino heroico del que rehúye el deshonor y muere en consecuencia, sabiendo que su camino no puede ni deber ser el único posible.

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