viernes, 18 de abril de 2025

Gracia y Fundamento (crónica)

Viernes Santo. Era tarde noche. En el escenario de Plaza Victoria, había un coro de jóvenes con música rock pop de fondo, cantando unas canciones cristianas. Una joven directora dirigía la orquesta. Pasé por ahí, antes de regresar a la casa, y me impresionó la gran cantidad de gente que presenciaba el espectáculo. Frente al escenario, había unos puestos en donde se colocaban las personas a cargo del evento. Le pregunté a un cabro que atendía ahí y hacía entrega solidaria de ropa. Me dijo que era un evento musical en espera del Vía Crucis que, en ese momento, venía desde la Iglesia de la Matriz, rumbo hacia la Catedral de Valparaíso. El cabro me entregó una tarjeta en la que decía “Gracia y Fundamento”. Ese era el nombre de la fundación a cargo: Gracia y Fundamento, una iniciativa relativamente nueva que se propone entregar un “mensaje de esperanza, de restauración y transformación a través de Cristo”. Guardé la tarjeta y me quedé un rato a escuchar la música de los jóvenes cantantes cristianos, mientras anochecía en el plan. Al frente, en la Catedral, estaban unas señoras vendiendo ramos y velas, frente a las rejas abiertas, seguramente también en espera del Vía Crucis.

La Plaza Victoria se volvió, de pronto, el lugar en el que los creyentes se congregaron para recrear la procesión y la pasión de Jesús. Mientras tanto, la Plaza se llenaba. Los jóvenes seguían cantando, luego de prenderse las luces de los postes. Una que otra gente casual pasaba por ahí, uno que otro se quedaba a hacer la hora o simplemente vacilaba el ambiente. Unos punkis llegaron y le preguntaron algo al cabro de la ropa solidaria. Se llevaron un par de bolsas, se rieron y siguieron su camino. Se fueron a echar debajo de un árbol. Uno de ellos llevaba el ritmo de la música, meneando la cabeza repetidamente, como en un concierto de hardcore. Las guitarras se volvían un poco más afiladas y los riffs más potentes, pero el tono, lejos de ser agresivo, era más bien solemne, acorde con el mensaje evangelizador. Habían visos a bandas como Stryper, incluso, o ciertos pasajes de Jesucristo Superestrella, ciertos tonos calcados, idénticos.

Todos parecían extasiados, escuchando el despliegue de talento del coro. En eso, un hombre solitario, mal vestido, sucio, seguramente un vagabundo, se levantó y fue donde una señora, que estaba haciendo unos gestos de súplica con las manos, muy compenetrada con el show en vivo. La señora estaba al lado de los guardias del evento. El hombre, insistente, le preguntó a ella si podía ayudarlo, o al menos eso parecía estar pasando, puesto que yo me encontraba a un costado, frente al escenario. Era evidente la incomodidad de la señora y de los allí presentes, ante la insistencia del pobre tipo. Entonces, imbuida por la atmósfera “solidaria y caritativa” abrió su cartera para pasarle unas pocas monedas. El hombre las recibió, aunque no parecía muy satisfecho. Uno de los guardias del evento lo divisó y lo acompañó lejos del lugar, llevándolo más allá del sitio del escenario. Fue en ese instante, cuando estaba cerca del coro, que el hombre se exaltó y movió el micrófono de la directora de la orquesta, para luego apegarse al lado de una cantante, interrumpiendo la música. Un par de guardias fue de inmediato a encarar al hombre, y uno de ellos lo increpó de tal manera que salió corriendo, hasta la esquina de Molina con Condell, cerca del cine Insomnia. Todo ocurría mientras los jóvenes continuaban su coro, estoicos, y entonaban un aleluya seguido de alusiones líricas a la santidad y el amor.

Cuando el hombre vagabundo se alejó, la orquesta se detuvo un momento, para recordar el sentido de la actividad: honrar la obra de Cristo, su sufrimiento que también era el nuestro y el de los allí presentes, la gracia y el perdón que también aguardaba a los desposeídos o a los que perdieron su “norte”, a los que, arrojados a la calle, por destino o circunstancia, se volvieron locos e incomprendidos en su voluntad errática. Un joven del coro comenzaba a decir algunas palabras reflexivas. Se trataba de rememorar la procesión del hombre que era hijo de Dios, castigado por los incrédulos los mortales. La mayoría aguardaba, desde hace rato, la recreación de su llegada, ahí, en la Plaza de la Victoria, frente a la Catedral y frente al retail, aún abierto, durante un feriado renunciable, con alguno que otro comprador impune. La mayoría se quedó, fiel a su convicción, pero luego anocheció, y como aún no llegaba el Vía Crucis, me retiré antes de tiempo. El hambre fue más grande. Ya no había rastro del hombre vagabundo. Su sombra se había dispersado en las calles aledañas. Lo único seguro, a esas horas de la tarde, era la pronta llegada del mártir, así que los porteños, sus feligreses, volvieron a cantar, con gracia y fundamento, como quien espera un milagro encarnado.

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