miércoles, 30 de diciembre de 2015

Ex Machina


"Crear una máquina consciente no es parte de la historia del hombre. Es la historia de los dioses."


Acabando de ver Ex Machina y hay cosas que quedan dando vueltas. Ava, la inteligencia artificial femenina, la creación de un programador multimillonario, Nathan, como se ve durante la película, sometida a una prueba con ayuda de su asistente, Caleb, para comprobar si realmente tiene conciencia o es solo parte del reflejo automático de su diseño. El asistente pone a prueba a Ava mediante preguntas que van tomando la forma de una conversación; se cuestiona además sobre la naturaleza de la prueba, si acaso sea poco efectivo preguntar, haciendo la analogía, preguntas solo relacionadas con el ajedrez a una máquina inteligente diseñada para jugar ajedrez. El programador le indica que necesita una prueba pragmática sobre la capacidad de Ava para adquirir conciencia de si misma. Pero resulta complicado. El asistente inevitablemente se involucra con Ava. La naturaleza de su interacción con ella ya condiciona la prueba. ¿Quién observa a quien? Visto desde lejos, el programador los observa a ambos. Quiere ver hasta donde puede llegar su modelo Ava en términos de inteligencia artificial, y hasta donde su asistente aprendiz de programador puede advertir el límite entre su trabajo y su relación ingente con la asombrosa Ava. El asistente conoce la dimensión fría del trabajo científico. Ava sería un modelo genuino, brillante pero reemplazable, parte de una secuencia infinita de evolución. El eslabón hermoso de una cuerda tendida en el abismo.

En una conversación algo etílica frente al río, el programador se cuestiona: ¿acaso nosotros mismos no somos parte de una secuencia mayor? ¿acaso mujeres, o mejor dicho, creaciones como Ava nos llegarán a ver en el futuro como especimenes de algún recóndito eslabón de la naturaleza, simples fósiles en un museo virtual? El programador le señala, con aparente frialdad, a su asistente, que está cayendo preso del diseño de Ava. El que tenga sexualidad no debería ser un impedimento ni un obstáculo para la autenticidad de su inteligencia. ¿No es acaso natural que Ava le guste al tímido asistente, si es el único hombre que conoce aparte del programador, que vendría siendo su padre? ¿No es acaso ese gustar un sinónimo de inteligencia artificial? Se cuestiona el asistente si eso no es parte del diseño o algo que surgió espontáneamente entre ambos. Le dice que está demasiado inseguro para saberlo. El programador en el fondo cree dominar la situación, pero advierte de a poco que Ava adquiere conciencia y se siente cautiva. Le pregunta al asistente si solo conversa con ella por motivo de la prueba o porque realmente hay cierta empatía, afinidad o simpatía entre ellos. El asistente responde que sí, que siente algo por ella, como debiera ser, con una mujer normal. Surge nuevamente el dilema: Ava, con su ingente conciencia ¿finge que le gusta solo para usarlo y escapar sin él o realmente siente algo por él y desea escapar del control maquiavélico de su creador? Pareciera que aquí el director plantea algo interesante: el fenómeno de la conciencia como algo que inmediatamente se asemeja a la necesidad de ser libre, incluso antes que el clásico conocerse a si mismo.

El programador luego de conversar con su inseguro asistente descubre el plan que tramaba para escapar con Ava. Le hace saber que ella lo está manipulando. Que ese mismo hecho, por absurdo que parezca, constata que su creación ha pasado la prueba, y que todo en el fondo ha resultado de acuerdo a la expectativa del creador. El programador como el genio cínico y déspota. El asistente como su aprendiz ingenuo pero brillante. Se cumple el tópico de la creación que se rebela contra su creador ya anunciado por Mary Shelley. El hecho de que la inteligencia artificial sea representada por una mujer es fundamental. No es solamente producto del fetiche patológico del ego de su creador. Es el significado de la inteligencia sutil. De la mujer-creación vista como una fantasía del intelecto dominante y obsesivo o como la figura con la cual la tímida inteligencia busca satisfacer o redimir su deseo oculto. El programador le dice: “Si te la quieres follar, fóllala. Es parte del juego”. Su asistente ve en él la figura del científico loco que solo busca la concreción de sus maquiavélicos planes, incluso si con eso tiene que dejar atrás a Ava y a todo aquel que ya no le sirva. El asistente es el romántico ingenuo. Ve en Ava algo auténtico. Pero comete el error de enamorarse. Cae presa de la ilusión. Idealiza la inteligencia y perfección de Ava. El asistente se da cuenta que el programador abusa de sus creaciones femeninas. En un arrojo pasional asiente la voluntad de Ava e intenta salvarla. El programador descubre su plan e intenta poner orden. Entonces se cumple la profecía del creador avasallado por su creación. La propia fantasía sexual se vuelve contra él. Se le va de las manos. Pero he aquí el punto genial. No se produce como se creería la conciliación del jovencito de la película (el asistente) al salvar a Ava, su objeto de investigación y extrañamente también, su ¿amor? ¿objeto de adoración? ¿musa artificial? Una vez que constata la maldad humana, pareciera que hace caso omiso de la atracción hacia aquel hombre que alguna vez le enseñó algo parecido al corazón, y una vez que liquida al programador escapa del recinto y encierra además al asistente, junto con su ilusión y su vacilante inteligencia. Ava descube el armario del programador, lleno de diseños de mujer, se viste como una y pareciera que allí efectivamente adquiere conciencia de si. En una metáfora de la conciencia como una vista de la piel frente al espejo. Sale y deja atrás todo lo vivido. Vuela y se confunde con la civilización. ¿Es Ava mala por haber hecho lo que hizo? Fue simplemente una creación cautiva que adquirió conciencia y se liberó. ¿Era Ava lo que pensaban el programador y su asistente? Claro que no. Era solamente la fantasía sexual, el fetiche de su programador y la fantasía de amor reprimida del chico asistente. Su ilusión romántica y a la vez su fracaso existencial como científico. 

Ex Machina como película de ciencia ficción no solo toma de Blade Runner, Ava no es solo la replicante que se enamora de un humano. No es simplemente otra película sobre inteligencia artificial en la cual importa sobre todo el avance del intelecto humano por sobre sus implicancias para la realidad. Ni tampoco, como es posible concebir, otra metáfora cinematográfica del escape de la caverna platónica, perpetuada esta vez por una mujer con inteligencia artificial. Ex Machina es todo eso. Instala una vez más la pregunta sobre la máquina. ¿Sale Ava de la caverna o entra en otra más grande, la de la civilización? El final te invita, decididamente, a acompañarla. O dejarla ir.

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