El fuego no tiene sombra, pero vaya que atrae penumbras. Eso recordé cuando miré al cielo ayer, un cielo lleno de humo y de cenizas. Íbamos de viaje. Al cruzar la calle, rumbo a tomar la micro para ir al rodoviario, hubo un corte de luz en todo el plan. No le prestamos mucha atención, confiados en que el incendio era focalizado y que la energía volvería luego.
Sin embargo, conforme avanzaba el tiempo, la cuestión se fue haciendo más caótica. El taco se volvía larguísimo. El cielo se ponía más denso y las alarmas de los celulares no dejaban de sonar, como en una orquesta siniestrada. “Evacúen”, era el mensaje masivo en esos momentos. “Evacúen”.
Lo cierto es que nosotros íbamos porfiados a destino. Solo en cuanto llegamos al terminal, comprendimos realmente la gravedad del asunto. Todas las líneas cortadas. Todos los viajes suspendidos ante la emergencia. Nos devolvimos resignados, y no menos preocupados por la magnitud del fuego que se iba abriendo paso entre nuestras zonas más queridas.
Al día siguiente, me reporté con mi padre. Él se encuentra bien y su zona estuvo a unos cuantos metros de ser arrasada. Viajé a Viña después del toque de queda, para cobrar el dinero de los pasajes. La gente en las calles iba y venía, rumbo a centros de acopio, algunos con pala en mano, de regreso de sus lugares sacrificados o en busca de un poco de agua para capear el calor satánico que asolaba la ciudad.
Algunas personas trataban de entender quiénes habían sido. Unos le reclamaban al gobierno su inoperancia y su complicidad con los “pirómanos”. Otros, arremetían contra los empresarios forestales por su maldad especulativa. Tras la tragedia, lamentablemente, hay quienes insisten en buscar culpables, bajo una mirada parcializada y sin criterio ni rigurosidad suficiente. Cada quien invoca a sus propios demonios y proyecta en el otro, su adversario, el peor de los males. Ya dijimos que el fuego no tiene sombras, pero vaya que atrae penumbras.
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