sábado, 18 de febrero de 2023

La bruma

Al llegar al final de la calle, recorrió un cerro similar al de su adolescencia. Era de noche. Caminó por esos lares, a paso firme, solo que acompañado de aquella extraña toxicidad en el ambiente que se apoderaba de su organismo. Su corrosión era apenas dolorosa, tal vez una pura sugestión.

En cuanto se topó con una curva en el camino, unos desconocidos bajaron por un barranco, a la salida de una casa en lo más alto del cerro. Tan pronto como intentó alcanzarlos, estos comenzaron a comportarse de manera extraña. Unos se devolvieron buscando no se sabía a quién; otros, sencillamente, siguieron bajando, tal vez tratando de buscarle algún sentido a su repentina reacción. El ambiente se llenó de una bruma y de un gusto metálico, palpitante en la lengua.

Cuando se devolvió para intentar seguir a una joven que rehuía el grupo, desesperada, comenzaron a salirle ronchas en las manos. Siguió andando de todas maneras, buscando a aquel grupo disperso. De repente, recordó que, dentro de las coordenadas de aquel espacio, se encontraba su antigua casa. El problema era que su dirección obligada estaba en el mismo lugar donde se hallaba, en un principio, aquel grupo que se desplazaba erráticamente. Fue así que, con una infección creciente en su cuerpo, aunque sin sus consecuencias dolorosas, siguió caminando a paso cansino por aquella bruma cada vez más espesa. Los signos de erupción en su piel fueron en aumento. En cada calzada, intuía la cercanía de algún paraje cercano a su incierto destino.

A lo lejos, divisó de nuevo a aquella chica, pero ya no lucía desesperada. Al toparse con ella, la usó como faro humano para poder continuar su derrotero. La siguió, creyendo que esa sería su salvación. Al seguirla, incontables memorias de su vida pasaron por su cabeza como en un celuloide echado a perder de tanta reproducción. Las memorias eran fugaces, solo que envueltas de aquel barniz tóxico que parecía invadir también el espacio interior.

A medida que aumentaba la toxicidad, la travesía a través del cerro se hizo más difusa. La chica, en un instante, se detuvo, retrocedió unos cuantos pasos, miró hacia donde estaba él, y salió corriendo. Se dio cuenta que la seguía. Entonces él corrió, corrió. Mientras más corría, las ronchas crecían, volviéndose intolerables. Fue tanto que, llegado un punto, simplemente desistió, sobrepasado por la hostilidad del entorno, hasta que, de forma milagrosa, hincado sobre sus rodillas, a un borde de una vereda, la bruma se abrió y se dejó ver, poco a poco, la esquina que revelaba la ubicación de su antigua casa.

La chica faro había desaparecido. Se había marchado, quizá a reencontrarse con su grupo de origen, quizá a perderse. Él se levantó y caminó a través del callejón que ocultaba la antigua casa, en la vereda por donde bajaban los vehículos. Cuando cruzó la calle, un microbús bajó, emitiendo un estruendo caótico. Subió a él, rápidamente. Adentro, había algunos pasajeros con máscaras de gas. En la parte de atrás, antes de bajar la calzada, se dio cuenta que estaba sentada aquella chica. Se arrimó hacia el fondo y asomó su rostro cubierto con la máscara, colocando sus dos manos infectadas sobre el vidrio trasero. Así, al detener el microbús, ella se alejó para marcharse a algún paradero desconocido, improvisando un súbito adiós. Hecho un auténtico leproso, él se bajó también del microbús y se dirigió hacia la entrada de la antigua casa, en aquel callejón bajo calle.

En cuanto llegó allí, apareció un fantasma. El fantasma en cuestión tenía el semblante y la figura de Lenin. El fantasma de Lenin había estado penando en su antiguo barrio. Recordó la radiación que ocurría en una serie, la cual se produjo en la central nuclear con el nombre del viejo fantasma. Lenin, como la sombra de una revolución fracasada, se posó sobre la entrada de su antiguo hogar, impidiéndole el paso. La emanación, a ese punto, se hacía aún más corrosiva. Avanzar se volvía algo de vida o muerte.

Cuando el fantasma de Lenin estuvo a punto de pronunciar un lenguaje parecido al humano, con la reminiscencia de alguna arenga apocalíptica, todo alcanzó su punto máximo de toxicidad. Así, un gran número de gente se reunió alrededor del viejo líder, como la gente de Chernóbil. La masa humana en medio del cerro no dejaba de aglutinarse, ciega, impulsiva. En tanto, él vio, con espasmo, un haz de luz que salía producto de la emanación nuclear en medio de la noche. Esa luz se reflectaba sobre la imagen del viejo líder, y se desvaneció junto con él. 

Unos sujetos con trajes especiales evacuaron el lugar. La gente se dispersó rápidamente por todos los rincones del cerro, hasta que no quedó nadie, salvo unos niños solitarios que jugaban ahí, inadvertidos. Al tratar de acercarse a ellos, comenzaron a aparecer, en los rostros de los niños, las primeras secuelas de la radiación. Sus rostros ya eran indistinguibles del suyo y su mirada solo alcanzó a contemplar la persistente bruma que lo abarcaba todo. Ya no había un afuera de la bruma: era su consciencia entera.


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