viernes, 11 de julio de 2025

Back to the beggining (breve relato)

En el colectivo de regreso, el chofer escuchaba reggaeton. Me encontraba sentado atrás, en medio de dos pasajeros. No podía moverme libremente. Al costado derecho, un caballero estaba absorto en la pantalla de su celular. Tenía puestos unos audífonos. Hice lo mismo y saqué los míos, guardados en el bolsillo de la chaqueta. Para eso, tuve que levantarme hacia delante, y colocar el brazo entre medio, tratando de no pasar a llevar a la señora de al lado. Lo hice e inmediatamente conecté el cable para escuchar mi propia lista de música. Sonaba Tiamat. Un doom noventero, lento y oscuro. En un acto reflejo, miré hacia afuera de la ventana, no sin antes fijarme en la pantalla del celular del caballero. Alcancé a distinguir a Black Sabbath en su reciente despedida y a Ozzy en su trono de murciélago, tomando el micrófono de manera vacilante, como si en eso se le fuera a ir la vida.

De fondo, el público emocionado. Quería creer que en ese preciso instante, Ozzy cantaba Mama i’m coming home. Ninguno de los dos despegaba la mirada del concierto, así que llamé la atención del caballero con un movimiento de hombro. Cuando me miró sorprendido, solo atiné a decir la palabra mágica: Ozzy. El nombre del príncipe. Ese era el mantra que nos ayudó a romper la barrera del sonido. “Así es. Lo más grande”, respondió. Mientras tanto, en el colectivo sonaba un insufrible trap. El vehículo se adentraba cada vez más en la carretera, a medida que caía la noche. De pronto, el caballero recordó que aún guardaba un vinilo del año 85 de Ozzy, el Bark at the moon. “Discazo. Qué tiempos”, repitió, “qué tiempos”. Yo en esa época aún no nacía, pero me transporté de inmediato a aquella pieza análoga de adolescente y a aquel equipo de música stereo de los tempranos años dos mil, sonando cañón contra las paredes eternas. Centro de la eternidad, se llamaba un tema de ese disco. El más rápido. Estábamos en el centro de la eternidad.

Seguíamos en la carretera. El colectivo dobló rumbo a la ciudad al interior y fue a dejar a la señora que estaba a mi costado izquierdo. Nos bajamos rápidamente para darle el paso y volvimos a subirnos. Adentro, el caballero seguía viendo el concierto. Ninguno de los dos asimilaba el final, aunque ya fuera algo categórico. “Qué bueno que alguien también escuche estos tarros”, repitió. Tarro era otra palabra que me transportó a aquellas tocatas añejas de Valpo, al Anemia, al Keops, al 2120. El metal seguía ahí, vibrando en la memoria, bombeando el corazón eléctrico. “De toda la vida, pues. De chico, de siempre”, respondí escueto, convencido, dada la urgencia. No hacía falta nada más. El conductor siguió su rumbo hasta llegar a una avenida y dobló una esquina, misma en la que el caballero llegó a su destino. En el momento en que se bajó y se despidió, se veía a Tony Iommi tocando su solo de guitarra y a la banda entera extasiada sobre el escenario. Ozzy seguía en su trono de murciélago. No pensaba dejarlo hasta acabarse la última nota, hasta rematar la última endiablada percusión, hasta detonarse el último condenado riff y envolverlo todo de tinieblas.

El chofer siguió el recorrido de siempre. Su radio continúo sonando, machacante, hasta que, por fin, el vehículo llegó a donde tenía que llegar. Me bajé rápido y seguí mi camino. Ya era tarde. En ese momento, lo supe. Era el silencio, el inmenso silencio antes del arranque sonoro. Transité por la calle más iluminada. Volví a colocarme los audífonos y reproduje en Spotify la versión original de Planet Caravan del álbum Paranoid. “We sail through endless skies/Stars shine like eyes/The black night sighs”. Un último acorde me condujo de regreso al origen. La realidad, nuestra maestra, se hizo presente.

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