sábado, 19 de julio de 2025

Veritas Omnia Vincit

"¿Quién te trajo? ¿Qué impulso misterioso


Te arrojó a mi camino? ¿Qué potencia


Infernal te mostró mi obscura vida


Y te dijo: Ahí está, tómala y hiérela?"


Implacable, Amado Nervo.


I


El set televisivo se sumió en un silencio incómodo. Nerviosa, miré a las cámaras, mientras continuaban grabando. Todo el mundo estaba atento a lo que iba a de decirles. El entrevistador miró a la cámara y luego se dirigió a mí.

-A veces, hay verdades que nos sobrepasan, que nos duelen en el alma, pero que es necesario soltar. Hablemos de ti, Judith, ¿Cómo fue tu historia con Salvador? ¿Qué se siente ser parte de una historia que no controlas?

-Siempre será difícil lidiar con la verdad-, dije, en ese momento. -Supongo que para eso está la poesía: para purgar lo que nos mata por dentro-.

Nunca antes había estado en ese lugar, y mucho menos abriéndome de esa manera ante tanto desconocido. Me sentí vulnerable. En un principio, no quería. Prefería mil veces esconderme y guardarme esto, pero algo en mí me empujaba a la catarsis. Y pensar que todas esas veces que salíamos a leer, él parecía tan virtuoso, tan distinto a como resultó ser.

Sé que estoy metida en algo que excede mis fuerzas, pero el sueño de algo bello era lo que me mantenía en el medio literario. En fin, no tengo por qué seguir escondiéndome. Sé que hice lo que hice para salvarme a mí misma y salvar a los míos. Y sé que estaré a salvo, porque, pase lo que pase, me seguirán creyendo.

De pronto, se puso oscuro. Al volver a casa, sentí que unos sujetos me perseguían. Me di la vuelta, y solo eran unas personas que cruzaron la calle. Sentía que sus sombras murmuraban a mis espaldas. La ciudad entera se estaba volviendo una cámara de ecos indeseables. No quería seguir escuchando. Apuré el paso y me dirigí hasta una plaza iluminada. En su soledad y su luz pálida, encontré algo de reposo.


II

El sonido de las teclas no dejaba de retumbar en mis oídos. La novela que me propuse escribir me estaba agobiando. Aún recuerdo aquella noche, la noche en que todo acabó. Es inútil reprocharle a la memoria lo inevitable. Lo supe de golpe, sin remedio. Aun las palabras que no alcanzaron a ser dichas en ese momento o que, por cobardía, fueron destrozadas, jamás podrán articular una respuesta legible. Supongo que nunca estuvimos destinados, pese a la poesía, oscura traicionera. Supongo que no había manera de transitar el bosque sin antes salir heridos de muerte, que nuestra historia debía terminar así, con una promesa frustrada y un débil destello amoroso. Me engañaba a mí mismo al pensar que un libro podría encerrar bajo llave todas las maldiciones. Sin embargo, era lo único con lo que contaba. ¿Qué otra opción cabía, ante la resaca del tiempo? Callarlo todo, permanecer en la sombra para siempre o prepararse para la carnicería.

No podía más. Tenía que terminar esa novela a como diera lugar. La sentía como una confesión patibularia o un mensaje de socorro tardío. Agitado, me detuve un momento para poder meditar sobre las páginas escritas a puro pulso. De repente, alguien llamó al teléfono. La voz al otro lado, áspera y urgente, era la del inspector Galindo, un viejo conocido de aquellos días en que realizaba periodismo de investigación.

—Salvador, necesito que vengas a la comisaría. Hay algo que necesitas ver —dijo, con tono grave.

Intrigado, me apresuré a vestirme y salí al plan de la ciudad. Al llegar a la comisaría, el inspector me condujo a una sala donde había un tablero repleto de fotografías y documentos. No lo podía creer. Entre las imágenes, alcancé a reconocerla a ella. Era Judith.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué tiene fotos de ella aquí? —le pregunté, exaltado.

Me explicó que Judith que estaba siendo investigada por un asesinato ocurrido en misteriosas circunstancias. Quedé pasmado. No podía procesar lo que estaba pasando. ¿La mujer que tanto me atormentaba, ahora volvía a aparecer en mi vida, con motivo de una muerte violenta?

Mi obsesión, en ese momento, fue tal, que me metí de lleno en la investigación. Hubiera preferido olvidarla para siempre, pero sabía que esa era la señal que necesitaba, el motivo para seguir en mi obra, pese a mi propio dolor.

Recorrí calles, golpeé puertas escondidas, consulté con redes ajenas a mis influencias, todo con tal de descubrir los posibles nexos que vinculaban a Judith con el crimen sobre el cual se estaba investigando.

Cada letra que imprimía sobre esa obra era como una ofrenda de sangre. El misterio del crimen se entrelazaba con la trama de mi propia novela. Ahí comprendí que nuestra verdad podía ser más retorcida de lo que habríamos imaginado.

Esa misma noche, el inspector Galindo, tras seguir una pista relacionada con la vida de Judith, descubrió el cuerpo de un hombre desconocido. El rostro estaba machacado y un papel arrugado con un mensaje críptico yacía cerca de la escena del crimen.

El mensaje decía: "Veritas Omnia Vincit".


III

Salvador y Judith, los dos sospechosos del asesinato que investigué aquella vez, se mostraron dispuestos a dar la cara en este turbio asunto, aunque se mantuvieron erráticos. No podía bajar la guardia. Esos dos tramaban algo. Continuaron en su búsqueda personal, pero no debía perderlos de vista.

Días después, decidido a todo, fui donde Salvador y llamé a su puerta, una vez más. Era el momento de enfrentar los hechos. Lo conozco de hace mucho, y sé perfectamente cuando tiene algo que ocultar. Por su bien, por el bien de todos, por el bien de la justicia, debía responder por los hechos.

Lo conduje camino a la comisaría. Nunca lo había visto tan nervioso. En la sala de interrogatorio, le ofrecí un vaso de agua. Tenía que enfrentar lo que estaba a punto de revelarle. Judith vendría en cualquier momento. La cité a la misma hora que a Salvador, pero ninguno sabía del otro.

Al rato, llegó Judith. Caminó lentamente hacia la sala, estupefacta. Con los sospechosos reunidos, entonces les revelé la identidad de la víctima.

-El hombre asesinado era un antiguo editor de ustedes dos. Un conocido editor del puerto de nombre Ángel-, dije serio, a la altura de las circunstancias. Por dentro, no podía evitar sentirme conmovido.

Judith bajó la mirada de manera leve. Salvador prefería mantener oculta su antigua relación con ella, pero ya era demasiado tarde. Ambos estaban metidos hasta las masas.


IV

—Tú tienes que saber qué fue lo que pasó. ¡Habla!-, le dije a Salvador. Él, que nunca se mostró transparente, que resultó ser un mentiroso, tenía que hacerse cargo ahora de su versión de lo ocurrido. Pero claro, no dijo nada en ese momento, absolutamente nada, como todo un cobarde.

Ante el silencio del maldito, el detective me interpeló.

—Judith, ¿qué quiere decir? ¿Cree que él fue testigo directo, o algo así? Explíquese.

Enojada, miré directamente a Salvador.

—Él tiene mucho que decir, estoy segura. Podría ser un poco más colaborativo, considerando lo que ya me hizo. ¿No cree, inspector, que el silencio otorga?-.

Con aquello que me hizo, el inspector ya sabía a qué me refería. Sin embargo, Salvador había salido absuelto por falta de pruebas. Por dentro, me quemaba la rabia. Pero debía ser cautelosa, si no quería que volviera a salirse con la suya.

De un momento a otro, él se levantó, desconcertado.

-No, no puede ser, es imposible. Muéstrame que no es verdad. Que todo lo que has dicho en todo este tiempo no es más que una invención de tu alma enferma. ¡Dilo!-, exclamó.

Sus palabras volvieron a remecerme, justo como aquella vez. Tenía que ser aguerrida, una vez más. Quería llorar, pero me contuve. En honor a la verdad, me contuve.


V

La tensión se apoderó de la sala de interrogatorios. Salvador y Judith se encontraban frente a frente. La sala estaba iluminada por la fría luz de un foco suelto.

Salvador miró a Judith fijamente. Parecían sumergidos en una mirada cómplice. Los observé, intrigado, en la esquina de la sala. El silencio pesaba como un lastre, interrumpido solo por el sonido metálico de unas cadenas afuera, en el pasillo de la comisaría.

—Judith, Judith ¡por la cresta! no puedes seguir negándolo. Habla ya—dijo Salvador. Su voz resonó con dolor y determinación.

Judith, irritada, desvió la mirada. Sus ojos evitaron encontrarse con los de Salvador, pese a su actitud desafiante. ¿Cómo volverlo a mirar a la cara, después de todo lo ocurrido entre ambos? De un momento a otro, sin embargo, ella se armó de fuerzas y lo enfrentó.

—Tú deberías saber perfectamente todo lo que pasó—dijo Judith, desafiante.

La interrumpí, en ese preciso instante, antes que la cosa escalara. No quería otro escándalo más. Debía conducir este asunto con frialdad, aunque ya se estaba haciendo una cosa cuesta arriba.

—Salvador, tenemos pruebas que sugieren que tú y Judith han estado involucrados en el asesinato. No quiero tener que perseguirlos, pero les pido que hagan, por favor, lo humanamente posible por colaborar-.

Salvador apretó los puños, seguramente, para contener sus emociones. No quería delatarlo, pero no podía evitarlo. Era demasiado el odio, la rabia contenida que transmitía. Me di cuenta que Judith adivinó el gesto de Salvador, y su expresión se volvió hermética.

Recordé que, en un rincón del puerto, próximo a un antiguo bar donde solían juntarse para asistir a unas tertulias de poesía, un carabinero de civil descubrió el cuerpo. Me apersoné en la escena del crimen y encontré un papel arrugado con un mensaje críptico, en el bolsillo derecho del pantalón del occiso. El mensaje era una frase del escritor francés Louis Ferdinand Céline. Decía: “Mi corazón, ese conejo tras su pequeña reja de costillas, agitado, encogido, estúpido”. Pertenecía a la novela Viaje al fin de la noche.

Nunca antes había leído a Céline, pero esa frase me dejó pensando. Ya tenía a dos sospechosos. Esa pista literaria podía decirles algo. Podía, incluso, conmover sus corazones y, de paso, sus conciencias. Estaba seguro, porque, en el fondo, los conocía. El mundo literario no era algo ajeno a mi realidad. Por lo mismo, sabía lo que estaban enfrentando ese par de condenados.


VI

Judith me mostró su maqueta. Por su reacción y la expresión en su rostro, se veía bastante ilusionada.

-¿Sabes que este libro lo vengo escribiendo desde chica? En estas páginas hay mucha historia-

Yo trataba de aguantar el trasnoche. La miré a los ojos para no caer rendido.

-Pero quiero que leas algo y dime qué onda- le dije.

-Ok, Ángel –me respondió, lacónica. –Leeré algo. Quiero que me escuches atentamente.

Leyó algunos versos, con voz fuerte y clara, mientras me tomaba a tientas una Heineken:

“Todas las tragedias de mi vida se resumen en una noche, la más oscura

Ahora que mi rostro de niña me abandona

Siento que nadie me comprende, lloro y me consuelo

Porque sé que en el fondo nadie encuentra su suelo.”

-Oye ¿y realmente sientes que nadie encuentra su suelo? - le pregunté, tratando de entender sus versos.

-Nadie, nadie encuentra su suelo. Cuando crees estar en un sitio, en un instante, estás en otro.

-Pero yo lo único que sé ahora… es que nuestro sitio es aquí, los dos juntos.

Al decir estas palabras, le acaricié la mejilla suavemente. Sonreí. Ella también. Nos volvimos a mirar fijo, prolongando nuevamente nuestro silencio, en la bulla del local.

-Ya oh, vamos a bailar será mejor -dijo Judith. Se levantó, decidida. Me tomó la mano y fuimos directo a la pista de baile del fondo.

-Hace rato que quería venir a bailar ¿sabí? - comentó Judith en el camino. -He tenido una semana de miedo, que ni te cuento. Además está sonando el especial de Depeche.

Llegamos a la pista del fondo. Colocamos las chelas a un costado para poder vacilar tranquilos.

-Ay ¡Me muero! -exclamó Judith, al escuchar el tema que el dj había colocado.

Judith, ebria, alegre, alzó su vaso y tarareó Enjoy the silence: All i wanted, all i needed, is here in my arms/Words are very unnecessary, they can only do harm.

Tarareamos con Judith esos dos versos del estribillo del clásico Enjoy the silence. Con ese canto ebrio y esas contorsiones, me acerqué lentamente hacia ella, moviéndome al son de sus vaivenes, tratando de no desentonar y mantener el ritmo. De pronto, Judith me rodeó con sus brazos, tanteó el ritmo del siguiente tema y yo procuré no perderla de vista. Se aproximó y me atrapó con esos ojos penetrantes. Cuando estaba dispuesta, le agarré la cara y le di un beso, un beso largo que ella resolvió con la cadencia del sonido electrónico. Luego, me sonrió y seguimos bailando pegados. Bajamos lo poco que quedaba de chela, para acabar el especial de la noche.

Al rato, Judith fue al baño. Estaba realmente lleno. La acompañé para no perderla de vista. La esperé por largos minutos. Sin embargo, no la vi más. Pudo ser porque estaba desorientado. Quería creer eso, pero no. Comenzó a dolerme la cabeza. Busqué a Judith por todo el local. Ningún rastro de ella, había desaparecido. La llamé varias veces. Buzón de voz. Era inútil, no contestaba.

Caminé tambaleante al baño. A medida que me abría paso entre el mar de gente, sonaba de fondo el tema Policy of Truth.

Salí de la disco, cansado. Di otra vuelta por la Plazuela. Nada. Ningún rastro. No quise pensar lo peor, así que me detuve un rato en una esquina. Un perro negro se acercó rápidamente a mí. Me quedó mirando unos segundos, cual guardián de la noche, y siguió su camino.


VII

Fueron días arduos. El rostro de Judith venía a mi memoria envuelto de karma. Me debatí en la habitación oscura, tratando de escribir el próximo capítulo de mi novela, que incluiría cada detalle de este tortuoso proceso. De seguro, Judith debía estar en algo. La conozco. Debía estar pensando en la forma más sutil y serena de salir bien librada. Sabía que tenía el respaldo del medio literario, malditos a los cuales nunca perdonaré.

Una noche, el inspector Galindo volvió a llamar a mi puerta. Su expresión circunspecta y su tono grave me indicaban que había avanzado en su investigación, lo suficiente como para decidirse a llamarme de regreso.

—Salvador, necesito que vengas a la comisaría. Hay algo más que debemos discutir —dijo. Lo acompañé.

En la comisaría, se encontraba Judith. Estaba sentada a una mesa, rodeada de fotografías y papeles. Fumaba un cigarrillo tras otro. El humo espeso inundó la sala.

- ¿Reconoce a este hombre?-, preguntó el inspector. Se refería al hombre asesinado. Judith miró directamente a Galindo, y con un tono tranquilo se dirigió a él.

-Sí, claro. Era Ángel, mi amante-, dijo.

Quedé impactado. Recordé aquella visión en que quedé medio muerto de un golpe en la cabeza y veía cómo Valparaíso se derrumbaba a pedazos.


VIII

—Judith, ¿Es cierto? ¿Por qué lo ocultaste? ¿Qué es lo que tramas?— me preguntó Salvador, desesperado. Y todavía tenía cara para acusarme de esa forma. Él, que debería estar pidiendo perdón y suplicando por todo el daño que ya ha hecho. Pero no se iba a quedar así. Valor ante todo. Debía respirar profundo y esperar a que el idiota perdiera los estribos y su palabra se le fuera en contra. Veía su soledad y era la condena anticipada por haberme hecho tanto mal en el pasado. Él solo tenía a los suyos; yo, en cambio, tenía algo más grande, algo con lo que siempre había soñado: la confianza de mis poetas amigos. Nunca antes me había sentido más segura de mi misma.


IX

-¿Recuerdas aquellos versos que me leíste? ¿Tienen algo que ver con nosotros? -, le pregunté a Judith, extasiado.

Judith alzó la mirada, levantó su cabeza de mi pecho y en sus ojos se reflejaba un secreto inconfesable.

—Hay cosas, querido mío, que nunca sabrás entender. Por eso dejé que lo descubrieras. No quería contártelo-.

La escuché atento. Sonreí, pese al misterio de sus palabras. Tomé un cigarrillo que había encima del velador y luego se lo pasé a ella para que fumara un poco.

-Entiende que hay algo real entre nosotros-, volvió a decirme ella. -Pero el amor es impredecible, Ángel. A veces, el precio del amor es enfrentar la verdad, incluso si esa verdad significa hundirnos para siempre-.

Esas fueron las cosas que me confesó, en ese momento de tanta intimidad. Fumó otro poco y se arrimó de nuevo a mi pecho. Rumié cada una de sus palabras, mientras acariciaba su cabello negro azabache.

Ella estaba segura que, con ayuda de mi trabajo, iba a ganarse el espacio que merecía. Le prometí que su libro iba a ser un éxito, y así fue. Su libro se había vuelto el contrato simbólico que nos unió con devoción, durante mucho tiempo, hasta esa noche insospechada, en que, por primera vez, dejé de ver en ella a la poeta y descubrí, por fin, a la mujer.


X

Aun con aquella mirada penetrando dentro de mí, preferí seguir andando, forzando al olvido a enterrar los recuerdos de Judith que, como esfinge, no paraba de aparecer. Llegué hasta una tienda cercana al paradero donde pasaba la locomoción colectiva, para comprar algo caliente y espantar el frío satánico que empezaba a surgir, pero, en ese mismo momento, me di vuelta y la vi a ella, acercarse.

Vino a mi mente una batería de recuerdos fugaces, agridulces, corriendo y entrelazándose unos con otros, recuerdos que cubrían el mismo espacio, los mismos rincones, las mismas orillas de aquella ciudad que, alguna vez, fue testigo de nuestra extinta complicidad. Y caí de golpe contra el pavimento.

Mi rostro se estrelló, sin palabras, porque la acera, la calle, la ciudad se había vuelto la zona muda del sacrificio. Había escrito sobre la tormenta perfecta en mi novela y finalmente se produjo. Había dicho que las intenciones y móviles serían revelados, impulsados por el avasallante devenir de los acontecimientos, y ahí me tenían, mudo, paralizado, en el ojo de un huracán emocional.

Mi cabeza retumbó como nunca. Apenas escuché sus gritos y sus sollozos, sin antes advertir el fuego del ritual muy bien inflamado en la memoria. Mirada. Azote. Ruido. Siempre lo supe: aquel golpe que me dio, aquel golpe en aquel tiempo y en dicha calle nos estaba destinado. Nuestra violencia era el destino mismo, manifiesto.

Caminé de regreso, indeciso entre volver a la casa a masticar el dolor o dirigirme a la comisaría. Conforme pensaba, el dolor inflamaba el corazón, agitado. La noche me abría paso y me indicaba el camino que debía seguir, tal vez el único que siempre urdimos, a la sombra, el único que nos condujo de forma inexorable a esa tormenta, a ese silencio y luego a estas palabras, necias palabras que nunca hicieron justicia.